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Impuesto católico

Los católicos españoles, no ya sólo los meros bautizados, sino los practicantes, no manifiestan un especial entusiasmo por contribuir directamente al sostén económico de la Iglesia a través de su declaración de la renta (IRPF).

 Desde que se acordó esa fórmula en 1987, en sustitución de la asignación presupuestaria directa procedente del franquismo, impropia en un Estado democrático y aconfesional, el número de contribuyentes que opta por asignar un porcentaje de su cuota íntegra del impuesto a la financiación de la Iglesia católica desciende de año en año, de modo que no alcanza al número de fieles que cumplen con el precepto dominical de ir a misa.

El resultado es que los ingresos de la Iglesia católica por esa vía se quedan por debajo de la antigua asignación presupuestaria y no bastan para cubrir su actual nivel de gastos de mantenimiento, en especial los sueldos de obispos y sacerdotes. La Iglesia y sus organizaciones reciben del erario público unos 3.500 millones de euros por diversos conceptos, en especial como contraprestación por su acción social y a cuenta de la enseñanza en los colegios concertados de órdenes e instituciones religiosas. Esa diferencia viene siendo cubierta graciosamente por el Estado vía Presupuestos-unos 30 millones de euros al año-, a pesar de que la Iglesia aceptó en 1987 un periodo transitorio de tres años para autofinanciarse, algo que, evidentemente, sigue sin cumplir en 2006.

La Iglesia católica tiene un problema de financiación, pero, en lugar de combatir el desistimiento de sus fieles, mejorar sus sistemas de gestión y, en definitiva, establecer un nivel de gastos acorde con sus ingresos, lo que pretende una vez más es que se lo resuelva el Estado. Así sucedería si la supresión de la subvención directa del Estado se compensara sin más con el aumento al 0,8 del actual porcentaje del 0,5239 de la cuota tributaria destinada a la financiación de la Iglesia. A todo esto, nada se sabe de sus ingresos a través de colectas en las iglesias o de las aportaciones más o menos voluntarias de sus fieles por servicios como bodas, bautizos y entierros. Estos ingresos deberían contar también en la mesa de negociación con el Gobierno. Pues el aumento del porcentaje de la cuota tributaria lo sería a costa de reducir aún más los ingresos fiscales globales, algo que no sucede, por ejemplo, en el modelo alemán de este impuesto, que repercute exclusivamente en el contribuyente confesional. Y dejaría abierto un portillo a futuras peticiones de aumento a cuenta, en definitiva, del erario público.

El Gobierno puede tener razones para querer un acuerdo que satisfaga a la Iglesia y cierre este contencioso de años sin resolver el problema de fondo. Sería lamentable que lo hiciera sólo como precio político a pagar para que la jerarquía aflojara la presión que ejerce sobre el Gobierno.

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