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Iglesia y Estado en la sociedad democrática

En su periódico L’Avenir, el 7 de diciembre de 1830, escribía Lammenais un artículo con la estable intención, que fue siempre la suya, de potenciar el catolicismo. Se acababan de producir las tres jornadas de julio de 1830 que derribaron la monarquía borbónica de Carlos X.

  Entonces ya había apostado decididamente por la libertad. Probablemente es una de las primeras tomas de posición desde un creyente católico de las tesis de Roger Williams o de Locke, que tanto influyeron en los padres fundadores de la democracia americana. Con Gregorio XVI, el Papa de la Mirari vos, no le fueron favorables los vientos que venían de la Iglesia-Institución.

   Sin embargo, defendía tesis muy sensatas, que hoy parecen indiscutibles, generalizadas y signo indubitado del constitucionalismo democrático:

   “Pedimos primero”, dirá, “la libertad de conciencia o la libertad de religión plena, universal, sin distinciones y sin privilegios y, por consiguiente, en lo que nos toca como católicos, la total separación entre la Iglesia y el Estado…, que el Estado y la Iglesia deben igualmente desear… Esta separación necesaria y sin la cual no existiría para los católicos ninguna libertad religiosa, implica por una parte la supresión del presupuesto eclesiástico, y lo hemos reconocido claramente; por otra parte, la independencia absoluta del clero en el orden espiritual; quedando todos los curas sometidos a las leyes del país, como los demás ciudadanos y en el mismo nivel…”.

   Estas palabras le costaron entonces la excomunión y la condena más enérgica del Vaticano, y hoy nos encontramos que, al menos en España, muchos de los objetivos que propugnaba están tan lejos de cumplirse como lo estaban cuando Lammenais escribió.

   Siempre me ha resultado sorprendente que la Iglesia-Institución tenga gran preocupación por las relaciones Iglesia y Estado, y no por las relaciones Iglesia-personas o Iglesia-sociedad. Lo comentaba yo hace algunos meses en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, escuchando atentamente la intervención, en ese sentido, del cardenal Rouco Varela. Por el contrario, la sensibilidad de las personas religiosas, de los creyentes de base, de los miembros de la Iglesia pueblo de Dios, se orienta más a los problemas de evangelización, de vida religiosa, de realización terrenal y societaria de los valores evangélicos. Es seguro que a estos últimos los puntos de vista de Lammenais les resultan cercanos y sienten que su realización favorecería su religiosidad. Pero la Iglesia-Institución, en su versión actual, no es la que representó el cardenal Tarancón; sigue mezclando lo público y lo privado, sigue pensando que su doctrina debe dirigir la vida social, porque es poseedora de verdades que están por encima de las coyunturales mayorías, como dijo en un documento de 1986 sobre la Moral en la sociedad democrática.

   A los que defendemos tesis sensatas y templadas sobre el papel de la Iglesia en su relación con el Estado, en la línea de este texto de Lammenais de 1830, de hace casi ciento setenta y cinco años, se nos acusa de agnósticos sin remedio y se nos combate como enemigos.

   La Iglesia católica quiere seguir con privilegios y con ventajas, y no se resigna a ser una institución libre como otras en una sociedad libre y pluralista. No entiende que la verdadera libertad de conciencia debe conducir a la separación entre la Iglesia y el Estado y al igual tratamiento de todas las Iglesias y todas las confesiones religiosas. Por eso la Ley de Libertad Religiosa no afecta a la Iglesia católica, sino sólo a las restantes confesiones; por eso arañó una mención expresa en el artículo 16-3 de la Constitución, para diferenciarse de las demás; por eso, en fin, regula su status jurídico en España con una norma de derecho internacional, un tratado del Estado español con la Santa Sede, lo cual es insostenible en el siglo XXI. Ni la estructura interna de la Iglesia es democrática, ni existe igualdad entre hombre y mujer, ni hay seguridad jurídica en las relaciones entre la jerarquía y los fieles. Tampoco es democrático un Estado como el Vaticano, que en su Constitución del año 2000 establece en su artículo 1º que el Papa detenta, como soberano único, la totalidad de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Aun así, pretende dar lecciones de democracia al Estado y a los partidos españoles sin entender, como lo hace Lammenais, la profunda razón de la separación entre la Iglesia y el Estado. Parece que está por encima del derecho y del poder estatal. Como decía Gambetta en un discurso en la Cámara de Diputados el 4 de mayo de 1877, refiriéndose a la Iglesia: “… son los únicos que tienen el privilegio de estar situados por encima de la ley, que violan sin ningún remordimiento, dando al mundo el espectáculo doloroso de un Estado tutelado y con su consentimiento…”. Es penoso que en la España democrática y aconfesional altos dignatarios eclesiásticos se jacten de desconocer un derecho del Estado, el matrimonio y el divorcio, y que grandes ceremonias de Estado, como funerales o bodas, se coloquen bajo la ley de la Iglesia. El entreguismo de la Comisión de Libertad Religiosa es el signo institucional más patético del entreguismo del PP a la Iglesia-Institución.

   Su derecho a existir, a actuar, a predicar su doctrina, a su personalidad jurídica, al respeto de los poderes públicos y a organizarse autónomamente está protegido por la Constitución y la ley. También el derecho a la cooperación con los poderes públicos, que puede comprender ayudas de éstos para el desempeño de su función. No se trata de que se la quiera encerrar en las sacristías, como dicen a veces, sino de que sepan que actúan en el espacio público como uno más, sin privilegios ni ventajas, dentro del pluralismo democrático.

   Así, no pueden seguir manteniendo la tesis de que los pecados son o deben ser delito y de que todos los ciudadanos deben comportarse como creyentes, ni pueden tener derecho a dirigir, con ceremonias religiosas, actos públicos, o tener sus signos presentes en los lugares públicos o en edificios oficiales. Hay que reconocer que hay mucha inercia en los casos de bodas, bautizos, entierros, funerales, etc., y que tampoco se da un buen ejemplo desde los poderes públicos. Espero que el Gobierno del presidente Rodríguez Zapatero sitúe estos temas en el ámbito normal que marcan las relaciones entre la Iglesia y el Estado en una sociedad libre.

   La enseñanza de la religión en las escuelas es un signo, uno de los más representativos, de esa actitud invasora y descalificadora de los valores aconfesionales y laicos. La Iglesia impone a unos profesores, que paga el Estado -incluyendo su Seguridad Social-, a los que puede despedir a su antojo invocando muchas veces comportamientos, para ellos reprensivos, que son ejercicio de derechos fundamentales en la Constitución Española. En cuanto a sus contenidos, dan una dimensión de materia fundamental a un adoctrinamiento catequístico, que se pretende imponer a toda costa, es un exceso y una desmesura que fuerza las cosas e introduce tensión en la sociedad y en el sistema educativo. No se pueden identificar en la enseñanza las creencias y los conocimientos. Victor Hugo, en un discurso de 15 de enero de 1850 contra la Ley Falloux, se referirá a esta Iglesia-Institución como el partido clerical: “Impide a la ciencia y al genio ir más allá del misal y quiere enclaustrar el pensamiento en el dogma. Todos los pasos que ha hecho la inteligencia de Europa los ha hecho a su pesar. Su historia está escrita en el reverso de la historia del progreso humano. Se ha opuesto a todo… ¿Queréis ser los maestros de la enseñanza? No hay un poeta, un escritor, un filósofo, un pensador que acepten. Y todo lo que ha sido escrito, descubierto, soñado, deducido, ilusionado, enajenado, inventado por los genios, el tesoro de la civilización, la herencia común de las inteligencias lo rechazan…”.

   En el fondo, lo que suele ocurrir es que los representantes de la Iglesia-Institución carecen de respeto por el sistema jurídico español que  regula la Constitución. La ignoran, como si no fuera con ellos, como si estuvieran al margen y por encima. Esto sucede cuando el cardenal de Madrid sigue sosteniendo que el Rey es Su Majestad católica, cuando se ignora un derecho del Estado como el que regula los contratos de trabajo y los derechos de la persona, o cuando se pide en un documento eclesiástico reciente que abogados y jueces católicos no intervengan en procesos de divorcio. Aquí, al exceso y a la arrogancia se añade la hipocresía, porque hay casos en los cuales hacen excepciones.

   Sólo la Iglesia es libre cuando está desligada del Estado, cuando tiene un estatuto de libertad, como el que le dio la Constitución Española. Empeñarse en mantener el viejo estilo, la vieja mentalidad, la del anatema, la del juridicismo, la de la represión, con los ojos cerrados ante los nuevos tiempos, ni conduce a nada ni va a ayudar a resolver el problema. ¿Cuándo van a saber estar y a aprender las lecciones de la historia? Tendrán que superar su autoproclamada inocencia en la provocación de los escándalos y reconocer sus errores.

   Sé que este planteamiento es una ingenuidad y que la Iglesia-Institución no va a ser capaz de abrir un proceso de reflexión sobre su situación en el mundo actual. Al contrario, seguirá descalificando y marcando despectivamente su superioridad. El único consuelo es que los signos de los tiempos no van por ahí y que cada vez más creyentes católicos están entendiendo este mensaje.

Este aartículo cuenta con una crítica de Juan Francisco González Barón que también puede leer:

Gregorio Peces Barba y el espíritu lockiano

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