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Iglesia y Estado

Enrique Miret Magdalena, teólogo progresista de gran prestigio, se lamentaba el domingo en una gran entrevista periodística de que durante la Transición española, y en especial cuando la izquierda llegó por primera vez al poder en 1982, no se hubiese consumado una auténtica separación entre la Iglesia y el Estado.

   Por azar, seguramente, las palabras de Miret Magdalena cobraban el día de su publicación una significación imprevista: el domingo, el arzobispo de Santiago criticaba públicamente con dureza ante el jefe del Estado y el presidente del Gobierno los proyectos políticos del Ejecutivo durante la tradicional ‘ofrenda’ del Rey al apóstol Santiago. Muchos debimos de sentir el escozor de un evidente anacronismo al ver por televisión aquellas imágenes. Don Juan Carlos y Rodríguez Zapatero, vestidos con chaqué, ponían cara de jugador de póquer ante la arremetida del clérigo, que hablaba con voz meliflua pero firme, y en ese tono iluminado de quien está seguro de poseer la verdad revelada y apenas si ha de tomarse la molestia de mostrar a los descarriados y a los díscolos el camino correcto.

   Nuestra Transición, que, todavía bajo el influjo del recuerdo dramático de la Guerra Civil, fue meticulosamente pacífica y conciliadora y cuidó hasta extremos admirables el designio de integrar a todos sin provocar rupturas enervantes ni dramas disolventes, no ultimó en la práctica la expresa separación entre la Iglesia y el Estado, que, aunque con concesiones, establece nuestra Constitución (el Estado es aconfesional, según el artículo 16.3 CE). En la actualidad, no sólo ha pasado el tiempo -lo que permite que se tomen decisiones en esta materia sin que nadie se sienta lesionado y sin abrir heridas ideológicas- sino que nuestra sociedad ha cambiado: la inmigración ha dado lugar a un notorio pluralismo religioso, cuya gestión obliga al Estado a una mayor sensibilidad que antaño. Sensibilidad que, por cierto, ha llevado a los Veinticinco a excluir de la futura Constitución europea cualquier mención a una religión concreta.

   Digámoslo claro: las «relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones» que el mencionado artículo de la Constitución impone a los poderes públicos no deben incluir seguramente los actos litúrgicos de gran solemnidad en los que hasta ahora han participado el jefe del Estado y el presidente del Gobierno, y que resultarían sencillamente inconcebibles en la mayoría de las democracias de nuestro entorno. Aunque las autoridades ya no entran en las catedrales bajo palio, es muy difícil distinguir entre estas liturgias y las que tenían lugar cuando regía aún el axioma ‘por el Imperio hacia Dios’.

   Las creencias religiosas del Rey y del presidente del Gobierno deben, en fin, convertirse en una cuestión privada. Y la Iglesia Católica ha de recuperar su completa autonomía, sin abdicar, por supuesto, de su derecho a «emitir un juicio moral sobre las cosas que afectan al orden político» que reclamaba innecesariamente el arzobispo de Santiago de Compostela. Ese derecho, como el de todos los grupos ideológicos, sociales y religiosos de este país, está garantizado, y en esto consiste precisamente el admirable pluralismo de que nos hemos dotado. Pero el Estado es de todos, y quienes lo representan no pueden alinearse expresamente con confesión alguna, que es parte en el debate de formación de la opinión pública y de la voluntad general.

   Como es bien conocido, este Gobierno se dispone a realizar diversas reformas -del derecho de familia, de la normativa sobre investigación genética y reproductiva, etcétera- que están en su programa electoral, cuentan con amplio respaldo de la ciudadanía, según todas las encuestas, y chocan sin embargo con la posición de la Iglesia Católica. En un Estado complejo como el nuestro, es natural que determinadas decisiones susciten adhesiones y rechazos, que generan polémicas en las que deben mediar finalmente las instituciones imponiendo el criterio de la mayoría. Lógicamente, los partidarios de las diversas posiciones harán el proselitismo de su actitud que les parezca oportuno, y en eso consiste precisamente la dialéctica creativa de la democracia parlamentaria. Pero no tiene sentido que, en tanto se actúa de ese modo, se continúe manteniendo la ficción cuasi medieval de que el poder político y el poder religioso mantienen concomitancias superiores que se expresan en la vistosa liturgia de la Iglesia.

   La definitiva separación debe llevarse a cabo en los términos cooperativos que la Carta Magna impone, que deben incluir lógicamente las vertientes de la actividad educativa, asistencial, hospitalaria, de protección del patrimonio histórico, etcétera, que la Iglesia realiza. Pero ya es hora de que sea la comunidad católica la que sostenga directamente a sus pastores y de que desaparezcan los nexos, quizá puramente protocolarios, que aún revelan cierta insostenible complicidad oficial entre la Iglesia y el Estado.

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