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Iglesia y abusos

La institución debe dar un giro radical ante el escándalo mundial de los abusos sexuales

La sucesión de revelaciones sobre casos de abusos sexuales en el interior de la Iglesia católica ha colocado a la institución ante la que tal vez sea su crisis más grave en las últimas décadas.

La extensión, tanto en el número de casos —se cuentan por miles— como en la geografía —prácticamente a escala mundial—, así como en el tiempo —los confirmados por la justicia se han prolongado en algunos lugares durante décadas—, hace urgente un giro radical de la Iglesia tanto en lo que se refiere a la depuración de responsabilidades como a la investigación de lo ocurrido, así como a la prevención contra este tipo de comportamientos delictivos.

Más allá de las declaraciones de carácter religioso y las vagas asunciones de culpa y peticiones de perdón de forma colectiva —como ha hecho el Vaticano en las últimas semanas— urge que la jerarquía de la Iglesia se implique y colabore con la justicia civil de manera activa e inequívoca en el esclarecimiento de la verdad en los casos de abusos denunciados. Y que proceda del mismo modo a la identificación de los culpables y el desenmascaramiento de quienes —por iniciativa propia o de manera organizada— han ayudado a encubrir, proteger e incluso a promocionar a los presuntos delincuentes.

En segundo lugar, es necesario el establecimiento de protocolos rigurosos, transparentes y efectivos que eviten que estos delitos puedan volver a cometerse. Evidentemente, los casos de abusos sexuales contra niños y adolescentes son particularmente graves, pero tampoco se pueden pasar por alto las numerosas agresiones cometidas contra personas mayores de edad en situaciones de inferioridad jerárquica, social o psicológica. La Iglesia y sus ámbitos de actuación no se pueden sustraer a la vigencia de la ley y sus responsables deben ser conscientes de que la negligencia continuada en su cumplimiento como institución —demostrada de sobra a tenor de lo que se va conociendo prácticamente a diario— también puede ser constitutiva de delito.

Por su organización jerárquica, corresponde al Papa ordenar este cambio de rumbo, aunque ello no garantice necesariamente que sus órdenes se vayan a cumplir. Son las leyes de los Estados las que velan por la integridad de sus respectivos ciudadanos, sean estos católicos o no. Pero no cabe duda de que ha llegado el momento de que la Iglesia actúe de forma concreta —y preferiblemente pública— contra una lacra que ha causado miles de víctimas de la propia Iglesia católica. La ley perseguirá y castigará a los lobos, pero lo mínimo exigible es que los pastores colaboren y actúen en la defensa de quienes consideran su rebaño.

Editorial El País

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