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Hoy día, la auténtica religiosidad conlleva necesariamente la laicidad

Desde que gobierna Rodríguez Zapatero, el afán y la energía desplegadas por el sector mayoritario de los obispos españoles para conseguir que toda la sociedad española se conforme a sus propios criterios son llamativos.

De hecho, una intensidad tal y, tan ligada a una opción política, sorprende en otras latitudes, aunque pueda agradar en el Vaticano o incluso ser alentada desde allí. Este sector restauracionista se sabe cada vez más dominante y se ve incluso capaz de cuestionar cualquier decisión democrática mayoritaria. Estos obispos viven y presentan sus campañas como defensa de unos principios que están por encima de cualquier ley humana. Pero el hecho es que usan todos los instrumentos de poder que están en su mano para imponer su verdad y, de paso, reforzar a su partido afín, el PP. Las reiteradas patologías de las instituciones y del poder afectan de tal manera a toda sociedad que su estudio debería ser una materia destacada en la formación de los nuevos ciudadanos. Las patologías que siempre acompañan al binomio religión-poder son muy específicas e identificables. Y graves, ya que han producido demasiadas injusticias y sufrimientos a lo largo de los siglos. El fenómeno religioso está muchas veces asociado a patologías psicológicas privadas. Pero el dato socio-histórico que realmente me preocupa, y que debería preocupar también a los obispos como seguidores de Jesús, es el que se refiere a la relación directa entre el grado de poder y privilegio que alcanzan las instituciones religiosas y sus patologías inquisitoriales.

No ser servido sino servir
Eso es innegable incluso para los que estamos convencidos de que el fenómeno religioso es en sí mismo una fuerza benéfica. La relación, por ejemplo, entre el Evangelio de Jesús de Nazaret y las cruzadas o la Inquisición es, desde mi punto de vista, la misma que se da entre el descubrimiento de la Teoría de la relatividad por Einstein y la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. El poder, los privilegios y la imposición son la antítesis misma del mensaje y la praxis de aquél galileo que vino “no a ser servido sino a servir” desde la kenosis, desde el “abajamiento”. Por el contrario, la misericordia y la empatía, que nos posicionan siempre junto a los últimos, los más excluidos, los sin privilegio alguno, pertenecen a la esencia misma de la experiencia cristiana. Jesús, un aldeano desprovisto de todo poder, se refería a su propio mensaje como una buena noticia, una perla, un tesoro escondido que se ofrece desinteresada y modestamente a los anavim, a los “pequeños”. Nunca como imposición o proselitismo que, desde el poder, no respete el más preciado valor que, según enseña Jesús en parábolas como la del hijo pródigo, el Padre nos ha concedido: la libertad.

Convertir a la sociedad en secta
La psicopatología puede ilustrarnos muy bien sobre la fragilidad e inseguridad que se esconde bajo todo fundamentalismo, sobre los mecanismos internos que llevan a la doble moral tan propia de estos círculos integristas, etc. Pero cuando deben saltar todas las alarmas es cuando en esas personalidades propensas a la paranoia se da a la vez alguna tendencia asociada a la psicopatía, la más peligrosa de las psicopatologías. Una cosa es buscar el refugio protector de una secta y otra es convertir a toda la sociedad en una secta, convertir esa fragilidad propia en activa militancia desde una posición de poder y manipulación.

No se puede olvidar…
No soy quien para juzgar a nadie sobre realidades patológicas tan graves, pero sería de ingenuos no constatar tendencias evidentes. Sería de ciegos olvidar crímenes históricos tan reiterados como las cruzadas o la inquisición. O más recientes como el apoyo a dictaduras totalitarias, las perversiones del tipo de la pederastia en quienes predican a los otros la castidad o la petición del voto para un partido que tan alegremente apoyó la agresión a Irak y, por tanto, los crímenes masivos que allí se han cometido. O el hecho de que místicos como Jesús o Gandhi, fueron precisamente asesinados por integristas de sus propias religiones.

Laicidad, el único camino
Al igual que Jesús, Gandhi es un icono no ya de tolerancia sino de mucho más, de profunda valoración y respeto al otro, a sus creencias o increencias. Por eso un místico como él era a la vez un ardiente defensor de la laicidad del Estado. Hoy la auténtica religiosidad conlleva necesariamente la laicidad. En nuestro mundo globalizado la religión no es ya el apriori cultural que ha sido durante siglos en nuestros pueblos. Por lo que el respeto a todos, incluidos agnósticos y ateos, no puede significar otra cosa que laicidad. Cosa que no parece entender Benedicto XVI, que acaba de reunir a la cúpula episcopal de todo el mundo, precisamente en Galilea para reflexionar sobre la reevangelización de Europa, amenazada según él por el secularismo y la laicidad.

Juan Carrero Saralegui, presidente de Fundació S´Olivar y del Forum Internacional para la Verdad y la Justicia en el África de los Grandes Lagos

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