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Historias en la fila para ver a un cura milagroso de Rosario

Miles de seguidores viajan desde todo el país para ver al padre Ignacio. Le atribuyen la capacidad de sanar enfermos con sólo imponer sus manos. Aquí, la crónica de una espera de nueve horas para conocerlo.

La fila bordea cuatro manzanas completas. A ojo se puede calcular que hay unas tres mil personas. Son las tres de la tarde de un domingo en el barrio Rucci, en las afueras de Rosario. Muchos seguidores están instalados allí, con silla y mate mediante, desde las seis de la mañana. Esperan verlo a él. No se trata de una estrella de rock ni un actor de Hollywood, sino del padre Ignacio Peries, o el sacerdote milagroso, a quien se le atribuye la capacidad de sanar enfermedades del cuerpo y tristezas del alma.

“Lo vine a ver hace un año. En ese momento tenía cáncer en los pulmones y parte de la médula espinal. Cuando lo vi, me puse a llorar. Esa misma noche me empecé a sentir mejor, hasta los dolores se me fueron y hoy vuelvo a agradecer porque sólo me quedó un pequeño tumor de tres centímetros, el resto desapareció”, cuenta Mario Rodríguez, de La Pampa.

Su historia es una de las tantas que se filtran en medio de la eterna espera por llegar al cura. Lidia Díaz, por ejemplo, dice que a su hija la salvó el padre. “A Carla le diagnosticaron a los tres años diastomielia, una variante de la espina bífida que le iba a impedir caminar y por lo cual la iban a operar. Pero vinimos a verlo al padre, seguimos el tratamiento y al cabo de un tiempo, se curó. Mirá, camina con normalidad”, dice Lidia, mientras señala a su nena, hoy de 12 años.

El tratamiento al que se refiere Lidia, por lo general, incluye rezos y la ingesta de agua bendita por dos meses. Las indicaciones vienen después de la imposición de manos y las palabras del sacerdote. Hay variantes: algunos reciben una medallita, otros sólo tienen que decir una única oración.

Ése fue el caso de Mariel. Ella lo fue a consultar al padre Ignacio cuando tenía pocos meses de embarazo. Él, ni bien la vio, le adelantó que el parto iba a ser complicado. Pero para ayudarla durante ese trance le encomendó que hiciera una oración cuando entrara al octavo mes. Así lo hizo. Dijo el rezo y a la mañana siguiente dio a luz. “Fue difícil, pero salió todo bien”, cuenta airosa Mariel mientras mece a  su beba de cuatro meses a quien, claro, bautizó con el nombre de Milagros.

Son varios los que vuelven a agradecer, pero también están los que llegan por primera vez, alentados por estas historias que desafían hasta a los más incrédulos. Piden paz, trabajo, un embarazo o un amor.

Son las cinco y media de la tarde y la cola se empieza a mover lentamente. Es que a esa hora abren las puertas para que los madrugadores entren a la iglesia. El resto esperará en el patio. A las seis empieza la misa. El sol comienza a caer, se instala el frío y los que quedaron afuera de la capilla se acomodan en sillas plegables o en el piso y comparten mates, facturas y datos sobre este cura que tiene tanto de milagroso como de misterioso.

El padre Ignacio no es adepto a la prensa. Prefiere comunicarse por medio de videos que se suben a la página oficial de la iglesia (www.natividad.org.ar). Incluso desde allí se transmite en vivo la misa.

Pero la historia del padre Ignacio arranca en otro momento y en otras latitudes. Se dice que nació en la aldea de Balangoda, Sri Lanka, que estuvo en la India, para estudiar distintas religiones. Después vino el seminario en Londres y cuando egresó se unió a la orden Cruzada del Espíritu Santo, fundada, en 1966, por el cura irlandés Thomas Walsh. En 1979 desembarcó en Argentina y luego de una breve estadía en Córdoba se instaló en Rosario. El lugar que eligió para quedarse fue Rucci, un barrio humilde en las afueras de esa ciudad santafesina. Pero su fama se empezó a conocer a fines de los 90. Y en los últimos seis años trascendió los límites del país. Hasta se rumorea que lo citó el Papa para conocer más sobre él y su don.

A las siete de la tarde la misa termina y la gente va entrando en tandas a la iglesia. Finalmente comienza la imposición de manos. El padre mira uno a uno a los que se acercan, les toca la parte del cuerpo afectada, los abraza y les dice unas palabras de consuelo, contención y, en algunos casos, de buen augurio. Luego, sus asistentes indican qué tratamiento seguir, de acuerdo a lo que les transmita –por medio de señas y gestos- el cura.

Esa es la rutina todos los fines de semana. Y el cura sigue cada uno de estos pasos hasta que llega al último de los visitantes, algo que suele ocurrir cerca de la una de la mañana.

Ya es más de medianoche. La espera de los últimos ya va llegando al final. Se siguen susurrando historias de curaciones milagrosas que, para los creyentes, son muestra fehaciente del poder sanador del pader Ignacio y que, para los más escépticos, son meras casualidades. La única diferencia -abismal- entre estas dos posturas es la fe.

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