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Hasta luego, Rouco

No saben lo feliz que estoy de que hayan destituido al señor Rouco Varela como presidente de la Conferencia Episcopal. La verdad es que, desde mi condición de incrédulo, debería importarme un pito, pero a algunos catalanes nos pierde la estética y celebro en gran manera que uno de los tipos más feos de la zona euro se asome a partir de ahora un poquito menos a la televisión y a los periódicos. Los niños dormirán mejor.

Y los creyentes que, además de ejercer de católicos, sean un poquito cristianos, probablemente también. Su despedida ha consistido en insinuar que la autoría del infernal 11-M aún no está clara y que España, una y punto. ¿Cómo se explica que un leído teólogo como él prescinda del mandato de Jesucristo de que al César y a Dios no hay que mezclarles? O, en caso de hacerlo, que sea a favor de los más humildes. El Vaticano está mandando audaces mensajes de que el reino de los cielos tiene que subir a este mundo, que es un infierno para muchos; de no obrar así estaría traicionando gravemente el mandato esencial: amaos los unos con los otros. Y, tal y como van de chulescos y desatados los mercaderes del templo y del mercado, es imprescindible que la Iglesia se ponga a prueba a sí misma castigando al fuego divino a los malos de la película social.

El finiquito

Y por eso estoy tan contento de que el de Roma haya dado el finiquito a Rouco, capellán de corte y fastos en la Almudena, de mandíbula tensa y mirar sesgado, Polonio escondido detrás de la cortina, condenador del amor, embajador de las tinieblas, añorador del bajo palio, retrato sucio pintado por Goya o Gutiérrez Solana, inquisidor del siglo XXI, espantajo cerúleo tirando a verde y con cara de asco. Como Alfonso Guerra, pero sin Andalucía y más carcomido.

A Ricardo Blázquez, el sustituto, se le ve con mejor cara, se le adivinan lecturas, mira a los ojos e incluso le veo debatiendo temas absolutamente terrenales delante de un buen corte de carne y un vinito. Hay que fiarse de las personas con buen saque: los inmortalizados por el Greco no son capaces de imaginar la felicidad de los otros porque nunca la han experimentado en sí mismos.

Me sabe mal que mi amigo el cardenal Martínez Sistach no haya obtenido ni un triste voto -tal vez por blanquecino y magro, cuando ahora el fashion vaticano tiende al churrasco y la rosadez. Y digo amigo porque sí, porque somos vecinos y cuando nos encontramos por el barrio nos saludamos afectuosamente; y a pesar de que él, desde una pilla sonrisa, me llame «el demonio» (y a mi hijo, de pequeño, cuando lo llevaba a la escuela, «el angelito»), sabemos que somos buena gente y que un trocito de cielo está ahora y aquí. Y que empieza otra primavera.

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