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Hacia la deseable neutralidad religiosa

Los residuos de la preponderancia de la Iglesia católica en las diversas instituciones españolas son más que evidentes. No sólo responden a una secular trayectoria histórica, apenas ligeramente eclipsada durante cortos periodos en que rozaron el poder político algunas fuerzas identificadas con los principios de la Ilustración y de la democracia, sino que esa hegemonía, además, se vio muy reforzada durante los decenios de la dictadura del general Franco

La Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, promulgada en mayo de 1958, exponía así el segundo de sus principios: “La nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”. Difícilmente podrá encontrarse en la historia de los pueblos modernos semejante mezcolanza de conceptos políticos y teológicos, adobada con una retórica altisonante, que en último término solo revelaba la sumisión de España a lo decidido por una potencia extranjera, como es el Estado Vaticano, a cuyos dogmas y cánones se subordinaba cualquier ley que hubiera de ser promulgada en nuestro país. 

Sorprende ahora constatar la “extraordinaria placidez” (Mayor Oreja dixit) con la que los españoles que en aquellas fechas teníamos ya sobrado uso de razón aceptábamos tamaña barbaridad sin apenas rechistar. Duele más todavía recordar la larga vigencia de tan absurda imposición dictatorial, solo cuestionada tímidamente desde algunos círculos religiosos minoritarios, enfrentados con la jerarquía católica nacional. 

Parece como si la dictadura hubiera inyectado en muchos españoles una especie de anestesia de larga duración; hasta el punto de que, todavía hoy, más de medio siglo después de firmada la citada Ley por quien sólo tenía “responsabilidad ante Dios y ante la Historia” -según se lee en el preámbulo-, son objeto de cierta polémica las normas establecidas por el Ministerio de Defensa para avanzar en el obligado camino de la neutralidad religiosa en los actos y actividades militares. Esas normas disponen que, en las ceremonias de entrega de despachos a oficiales y suboficiales de los tres ejércitos, las misas que hasta ahora las acompañaban habrán de celebrarse en un lugar distinto al acto oficial y en un horario que no interfiera con éste. 

De esta forma se intenta garantizar la libertad religiosa, al no hacer de asistencia obligatoria la misa que, en algunas ocasiones y sobre todo por razones de tradición, se ha venido celebrando como parte de ciertos actos militares. Muchos son los españoles que recuerdan haber asistido a misa de uniforme y en rígida formación, durante su servicio militar, arrodillándose o poniéndose firmes a toque de trompeta para seguir las diversas partes del oficio religioso. 

Algo análogo se puede decir de los llamados funerales de Estado, aunque produce desconfianza el rumor, no confirmado, de que éstos se abrirán a otras confesiones más allá de la católica, en función de la religión del fallecido. ¿Y si éste no tiene ninguna creencia religiosa? La respuesta perecería fácil: en su funeral no se harían alusiones a la religión. Pero no se ve cómo podría esto llevarse a efecto, si nadie está obligado a declarar sobre sus creencias religiosas. Más espinoso parece el asunto en el caso de los que se proclamen seguidores de religiones muy minoritarias o de complejos rituales fúnebres, lo que podría convertir a un funeral de Estado en una especie de festival étnico. 

No es necesario argumentar prolijamente para llegar a la conclusión de que un funeral de Estado debe ser simplemente eso, de Estado, es decir, civil y laico, y apto para cualquier persona, sean cuales sean sus creencias íntimas. Es el Estado el que despide y homenajea al muerto por haberle servido fielmente durante su vida profesional, lo que nada tiene que ver con tales creencias. Correspondería entonces a la familia del fallecido o al grupo social al que éste hubiese pertenecido el organizar en el templo o local apropiado los ritos adecuados a sus deseos o última voluntad. Con esto, al fin y al cabo, se atendería un consejo que, según cierta tradición, salió de boca del fundador de las diversas religiones cristianas “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. No parece mala fórmula para resolver esta cuestión. 

Resulta acertada, por tanto, la decisión tomada por el Ministerio de Defensa, porque representa un paso más en la necesaria neutralidad religiosa de las instituciones del Estado. No sólo porque se cumplen así las disposiciones constitucionales sobre la libertad religiosa, sino porque se aplican en su máxima amplitud y pureza las prácticas que cabe esperar en un Estado no teocrático sino democrático. Los recuerdos y la tradición, que necesariamente conforman la Historia de los pueblos, nunca deberían ser pesadas losas que limitasen la capacidad de acción de los gobernantes de hoy y oprimiesen el desarrollo democrático y moderno de la sociedad hacia mayores cotas de justicia, igualdad y libertad personal.

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