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Hace tiempo dejé de esperar

A los que fuimos niños en la posguerra nos impidieron desarrollar el uso de razón de forma natural. En cuanto empezábamos a mirar o a pensar por propia cuenta percibíamos un rígido embridamiento que nos impedía adentrarnos por aquellos senderos de fantasía nunca hollados. Una tupida barrera de prejuicios marcaba los límites permitidos tanto en el seno de la familia, como en el colegio frailuno o en las exiguas relaciones con el mundo externo. Si a ello se añadían las pavorosas amenazas del pecado y la condenación eterna, se puede tener una idea de los límites de libertad que nos tocó vivir en aquel glorioso nacionalcatolicismo.
Hubo países en Europa que lograron zafarse de la supeditación moral y política del Vaticano. No fue el caso de España, en donde la razón ha estado sometida a la religión, especialmente desde que se planteó formular las bases de un Estado moderno. Pretender diferenciar los dominios de Dios y del Cesar, fue en nuestro solar patrio algo más que una quimera inalcanzable.
Sin embargo a la Religión Católica se la trató con esmero cuando no con privilegio, considerándola siempre como religión oficial, desde la Constitución liberal de 1812 hasta las Leyes Fundamentales de la dictadura. Por el contrario, su intromisión en las cuestiones públicas ha sido permanente. Hoy casi todos los historiadores están convencidos de que sin el ingrediente religioso el terror desencadenado por la rebelión militar del 36, no habría sido tan devastador y duradero.
Para los niños que nacimos con la guerra, acumulando desgarrones y miedos, hoy resulta casi insólito contemplar a tres mil personas acudiendo a la plaza de Sant Jaume a ver a Leo Bassi desplegar su ya clásica parodia vaticanista y gritar al pontífice: «!Yo no te espero!», algo que, sin querer, nos hace volver al período de la transición, donde algo debió quedarse sin hacer.
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