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Hablemos de Dios. X El cristianismo y el futuro

Querida Amelia:
Aunque no dabas por agotado el tema de nuestra última carta, según el plan que habíamos previsto con ésta hemos llegado a la décima, es decir, al final. No podemos extendernos más sobre los agravios de las mujeres, si bien, como tú dices, darían lugar para una extensa correspondencia. Sirva lo dicho para tomar conciencia de algunos de esos agravios y motivar discusiones ulteriores.  Ha llegado el momento, pues, de ponerle rúbrica a nuestras reflexiones, y te propongo que lo hagamos echando una mirada al porvenir: ¿qué futuro creemos que le aguarda a la religión en el siglo XXI? En lo que hace al mutuo entendimiento entre religiones, e incluso entre creyentes y no creyentes, el siglo ha empezado dando pie a los peores augurios. Quizá sea muy difícil ya hablar sólo de una religión sin pensar en las demás. No obstante, y puesto que el cristianismo es la religión que conocemos, procuraré referirme sobre todo a ella. ¿Qué futuro puede tener el cristianismo? y, quizá más importante, ¿qué creemos que puede aportar al futuro, si es que aún puede aportar algo?

Nuestra mirada a la religión ha sido crítica, la mirada del no creyente; pero sin excluir el reconocimiento de la fe del creyente ni minusvalorarla. Al menos por lo que a mí se refiere, en absoluto comparto la afirmación de Bertrand Russell de que la religión no nos ha traído nada bueno. No sé si hubiera sido mejor un mundo sin religión: la pregunta, en sí, es un tanto absurda, puesto que es imposible imaginarlo. Por otra parte, la fe en los absolutos parece ser una necesidad derivada de la conciencia de la finitud humana, y las religiones, más que ning ún otro fenómeno, se han ocupado de dar soporte y contenido a esa necesidad. Además, pese a que consideramos que el proceso de secularización ha sido positivo, también hemos dicho que la permanencia de la experiencia religiosa, como un asunto privado, es razonable. Sería muy difícil y, por lo mismo, negativo, postular la ausencia de todo signo religioso en las sociedades que tienen Estados laicos. El peso de la religión ha sido tal que por todas partes tenemos señales de sus épocas gloriosas: catedrales, conventos, procesiones, etcétera. Acabamos de pasar una Semana Santa que, aunque ya de santa tiene poco, conserva con entusiasmo vestigios pasados. Seguramente, en el futuro habrá que convivir con distintas manifestaciones religiosas y aprender a hacerlo de una manera que no había previsto la marcha occidental hacia la secularización.

Por lo que hace propiamente al cristianismo, sin duda se puede ser cristiano de muchas maneras, desde la inercia del bautizado que no se cuestiona la fe y la mantiene como un aspecto indiscutido de su identidad, hasta la decisión madura y autónoma de quien sigue manteniendo la fe en Dios por convicción personal. La primera, la fe rutinaria, necesita más el soporte institucional de las Iglesias; pero tampoco la segunda puede prescindir totalmente de ellas. Para el creyente que yo llamaría «maduro», cuya fe es sometida a reflexión continua, la rigidez y arrogancia institucional o eclesiástica es más bien molesta; algo de lo que hay que defenderse pues casi nunca es una ayuda para seguir creyendo. Aun así, no creo que la fe pueda darse ni propagarse sin el respaldo de las Iglesias. De ellas y de la educación. La religión es una experiencia comunitaria donde las haya, y hace falta una cierta estructura en la que se asiente la comunidad. El problema con el cristianismo, y en concreto con la religión católica, es que la estructura eclesial tiene tras de sí tantos siglos de andadura y tanto poder que es difícil ver otro cristianismo que no sea, a fin de cuentas, el que la Iglesia oficial representa. Juan Pablo II contribuyó de una forma exagerada a alimentar, mantener e incluso extender a otras religiones esa sensación de comunidad religiosa amplia. Benedicto XVI parece ir en otra dirección, que a mí me complace más: la de pensar sobre los contenidos de la fe. No en vano durante muchos años ha sido el Secretario para la Doctrina de la Fe, y seguramente lo que sabe hacer mejor es fijar esa doctrina. Nos guste o no cómo lo haga, me parece que es eso lo que debe hacer un Papa.

Detesto los comunitarismos, pese a mi admiración por Alasdair MacIntyre, cuyo After Virtue tradujiste al castellano. Los traigo ahora a colación porque, mirando al futuro, algunos piensan que de las religiones cabe esperar, sobre todo, la construcción de comunidad. Es lo que ha venido pensando MacIntyre, sin ir más lejos. Por mi parte, no creo que sea la cohesión social lo que haya que esperar de las religiones, al menos, no una cohesión social con implicaciones políticas o patrióticas. Si las identidades son socialmente necesarias, los vínculos identitarios que derivan de las religiones o de los nacionalismos son los más temibles. En nuestro caso, me atrevo a decir que el cristianismo difícilmente volverá a cumplir esa función en las sociedades liberales y laicas, pues sería visto como algo reaccionario y retrógrado. Fíjate en que, cuando nos enfrentamos al islam desde sociedades de tradición cristiana, no lo hacemos como cristianos sino como occidentales, o como pertenecientes a una cultura que no es la musulmana. En cualquier caso, el enfrentamiento se enardecerá sólo si lo que se busca es la diferencia —sea cultural o religiosa— y no lo que pueda unirnos.

No sé si peco de optimismo, pero diría que el cristianismo, hoy por hoy, está más dispuesto a comprometerse seriamente con la empresa de unir más que con la de establecer diferencias y distancias. Me gustaría poder escribir que una de las futuras misiones del cristianismo será la de acercarse y acercar a las distintas relig iones. El ecumenismo es hoy más necesario que nunca y, puesto que la palabra tiene una connotación teológ ica innegable, ésa es también una misión indiscutible de la Iglesia católica y del cristianismo en general. Por fortuna o por desgracia, el «choque de civilizaciones» tiene raíces religiosas. Como contrapartida, esa «alianza de civilizaciones» que se propone desde estos pagos también podría empezar por la alianza de religiones. Enconarse en repetir como Russell que las religiones son las culpables de todo y que de ellas nunca podrá salir nada bueno sólo contribuirá a agudizar el conflicto y a que la zanja que nos separa se haga  insalvable. El diálogo con otras religiones parece que es una de las principales esperanzas que se han puesto en el pontificado de Ratzinger. Si la cristiandad asume esa misión, no podemos negarle que ahí tiene un proyecto de futuro interesante. El problema será, me imagino, cómo conjugar la creencia de que la verdad sobre Dios la tiene el cristianismo con las verdades que, a su vez y con razones muy similares, defienden las demás religiones.

Un ámbito en el que el cristianismo tuvo en sus principios una función innovadora y emancipadora es el de la ética. Nos hemos referido a las relaciones entre religión y ética con bastante detalle, y  no es cuestión de volver ahora sobre aspectos ya tratados. La cristiandad ha sido éticamente innovadora en sus orígenes y bastante nefasta —creo que coincidimos en el diagnóstico— en el desarrollo posterior de su doctrina moral. El mandamiento del amor, por un lado, y la libertad de conciencia, por otro, pusieron las bases de los grandes valores modernos: la libertad, la igualdad y a solidaridad. Pero esos valores hoy ya se sostienen solos, no necesitan al cristianismo ni a la religión como fundamento. ¿O sí los necesitan? Tengo mis dudas y te explico por qué.Creo que las  ideas éticas fundamentales, las más compartidas, en Occidente son ya totalmente laicas; y también que si hay que pretender y proponerse su universalización, si hay que intentar que se extiendan a todo el mundo sin distinción de fronteras, a la hora de conseguirlo la religión supone más bien un estorbo. Como hemos convenido en otro momento, por muy razonables y poco dogmáticas que pretendan ser las religiones, en el terreno de la moral plantean exigencias que no son universalizables, que sólo pueden ir dirigidas a los creyentes. La indisolubilidad del matrimonio es una de ellas; otras, la prohibición del matrimonio homosexual o la del aborto en cualquiera de sus supuestos. Dicho esto, sin embargo, yo me inclinaba a reconocerle a la religión una fuerza que puede ayudar emotivamente al individuo a ser solidario y a comportarse como es debido. No sabría explicar en qué puede fundarse ese impulso motivador, pero el hecho de que la mayoría de los  movimientos sociales solidarios que existen en nuestras sociedades estén sostenidos por instituciones religiosas podría corroborar esa idea. Extraigo de un libro de Justo Zambrana que acabo de leer, El ciudadano conforme, el siguiente párrafo que confirma lo que digo: «El combustible que nutre la acción solidaria del hombre religioso está demostrando tener mayor octanaje que la solidaridad fundada en la razón kantiana». ¿Es cierto? No estoy segura, pero tiendo a pensar que sí lo es. Y si es cierto, también ahí el cristianismo tiene una misión futura.

Cuando Dostoievski sentenció que después de la muerte de Dios todo estaría permitido, creo que fue Camus quien replicó que, aun cuando Dios hubiera muerto, no todo debía estar permitido. Por supuesto, me inclino por la tesis de Camus y por la idea de que la responsabilidad moral es sólo nuestra: no hay que esperar que ningún dios venga a soplarnos al oído qué debemos hacer. Los cristianos más auténticos seguro que están de acuerdo conmigo. Me gusta la tesis de Hannah Arendt de que la capacidad de discernir entre el bien y el mal está en el pensamiento y en el juicio que  recaba el apoyo comunitario, en ningún caso en un más allá. Por lo tanto, si la religión puede seguir aportando algún plus en el ámbito de la moral, no será en lo que atañe a los contenidos, sino en  todo caso, en lo que atañe al sentimiento que impulsa a la acción. Si la Iglesia está dispuesta a promover el diálogo con las otras religiones y también con el mundo laico sobre esos temas en los que siempre chocamos y el acuerdo parece imposible, su tarea no ha de consistir en dar más espesor al contenido normativo, sino en saber deslindar la moral thin de la thick: la moral mínima o «delgada» de la moral máxima o «con espesor», como las llama Michael Walzer. Saber separar lo universalizable de lo que sólo puede valer para los creyentes. En lugar, pues, de seguir con sus dogmatismos en el terreno de la moral y haciendo proselitismo a favor de unas convicciones que hoy ya son irreconciliables con las verdades científicas, la religión debería recuperar la función de  religare, de unir a los hombres entre sí y con el ser trascendente, a fin de que los deberes morales se sintieran más como un compromiso religioso o cristiano que no sólo moral.

Y hay un tercer aspecto en el que la religión podría hacer algo. Es el de ofrecer una vida alternativa a la actual mente dominante, propiciada por la economía de mercado, el consumo y toda la  parafernalia de valores y cultos que acompañan a la reducción de cualquier producto a una mercancía. En otras cartas hemos hablado de la mística, del cultivo espiritual de la persona tan poco propiciado por los estilos de vida actuales. Podríamos referirnos también a la vida contemplativa. Son formas de vida proscritas en nuestro mundo, lo que no impide que en algunas personas se produzca un anhelo de vivir, total o parcialmente, al margen de esa corriente mercantilista que todo lo arrastra. Dado que existen escasas ofertas que sacien o respondan a tal anhelo, éste suele proyectarse en aspiraciones que, en general, o vienen propuestas por el mismo mercado o acaban engullidas por él. Pienso, por ejemplo, en la nostalgia por todo lo natural: el campo, los bosques, los alimentos no manipulados, la ropa de lino, los aromas silvestres…, puro cuento, pues el ansia por recuperar lo más auténtico no hace sino derivar de nuevo hacia productos de consumo presentados como naturales. La actividad contemplativa, en cambio, como actividad del espíritu que es no se nutre exclusivamente del consumo. En otras épocas, la oferta para vivir al margen del mundo la brindaban los conventos; pero esa opción seguramente tiene poco futuro. Por ello, las religiones podrían ofrecer otra forma de vida que tuviera tirón en nuestros días. Algunos movimientos y organizaciones sociales lo han hecho y, como antes decía, muchos de ellos son reconversiones de instituciones religiosas. Si todo está llamado a reconvertirse, ¿por qué no las religiones?

Resumiendo, Amelia, quizá a ti se te ocurran más formas de desahogo religioso que, además, signifiquen una aportación positiva y necesaria al siglo XXI . Después de darle varias vueltas, me quedo con las tres que he apuntado. En primer lugar, un intento ecuménico que vaya más allá de las discrepancias entre las distintas Iglesias cristianas, y que tenga en cuenta que el tipo de choques y conflictos actuales no es producto, sin duda, de diferencias estrictamente religiosas. En segundo lugar, las relig iones habrán de encontrar la forma de sumarse a la búsqueda de una ética universal; habrán de distinguir lo específico de su fe y lo que debe valer para todos, creyentes y no creyentes; y habrán de aportar, al mismo tiempo, motivos trascendentes de compromiso moral. Finalmente, el cultivo específico de lo espiritual, propio de las religiones, las hace especialmente idóneas para ofrecer modos de vida alternativos al consumo enloquecido, al egoísmo y al  hedonismo que excluyen de la vida de las personas el cultivo del espíritu y la calma para la reflexión.

Ahora bien, si la religión puede tener un futuro positivo para las sociedades y el mundo en general, lo lógico sería replantearse al mismo tiempo la forma en que han de convivir creyentes y no creyentes. Lo tratamos en una de nuestras últimas cartas, pero no está de más repetirlo. Me haré eco aquí de aquellas posturas de Habermas y Ratzing er a las que hice referencia al principio de nuestro diálogo. La explosión de fanatismo, no sólo el de signo islámico sino también el representado por el evangelismo cristiano en Estados Unidos, invita al enfrentamiento de dos actitudes extremas: la del creyente fanático y la del ateo militante. Entre unos y otros se sitúa la propuesta laica, que pretende ofrecer un espacio para el entendimiento común caracterizado por la ausencia de lo religioso. Seguramente esta visión de la laicidad no sea la mejor opción para conseg uir que los puntos de vista más dispares dialoguen entre sí. En principio, la laicidad es un atributo de los Estados, una referencia institucional que exige la autonomía de la política con respecto a cualquier confesión religiosa. La sociedad, por el contrario, no es laica, en la medida en que en ella conviven creyentes y no creyentes. Decir, como solemos hacer en Europa, que la religión ha pasado a ser un asunto privado no resuelve gran cosa; por privadas que sean las creencias, finalmente acaban influyendo en las convicciones éticas, y éstas deben traducirse en acuerdos normativos para toda la sociedad. Creo que nos vamos convenciendo ya de que la solución multiculturalista no es la buena, pues sólo conduce a la construcción de guetos que no fomentan la convivencia sino el enfrentamiento. Una opción para superar el multiculturalismo podría ser la laica, por lo que deberíamos definir con más empeño en qué ha de consistir esta opción.

¿Será posible definir algo que hem os dado por supuesto hace bastante rato? He intentado deslindar la laicidad del laicismo, la postura más neutra y abierta de la más beligerante y militante. Aun si aceptamos esa distinción, creo que tenemos la idea de que ser laico es básicamente oponerse a lo religioso. Tendemos, en efecto, a identificar la neutralidad política propia de la aconfesionalidad con una cierta anim adversión y h ostilidad hacia las expresiones religiosas, aunque no caigamos en los excesos del ateísmo anticlerical dispuesto a acabar con todas ellas. Qué debe ser tolerado y qué no debe tolerarse constituye la preg unta imprescindible para el desarrollo de una ética común. Hay que dejar muy claro que ciertos ideales o principios ya no son negociables ni discutibles, porque si todo tuviera que ser discutido de nuevo, acabaríamos cargándonos los derechos más fundamentales. El problema es que generalmente la disensión no se produce con respecto a lo abstracto sino a lo concreto, y en este terreno es donde parece imposible separar lo privado de lo público. Por muy privatizada que esté la fe, si nos proponemos legalizar la eutanasia habrá que dejar que se expresen todas las creencias; que se expresen en términos «razonables», como dice Rawls, pero que se expresen. Lo que el Estado laico debería permitir es que hubiera realmente ese espacio común de deliberación, favoreciendo así que la religión dejara de ser un problema exclusivamente político.

Pero nada de eso ocurrirá mientras sigamos identificando las religiones, cristianas y no cristianas, con sus expresiones más fanáticas y sus manifestaciones más violentas, aquellas que más atraen a los medios de comunicación, que no saben de matices ni de profundidades. De esa puesta en escena surgen reacciones como la de Russell de rechazo absoluto hacia las religiones. Yo prefiero un mundo en el que la religión tenga cabida y pueda expresarse abiertamente si aún tiene sentido para alguien.

Aquí acabo, Amelia. Espero tu última respuesta que, de ningún modo, podrá hacer que acabe esta conversación.

Un gran abrazo,
Victoria
Mayo de 2006


Querida Victoria:
Mayo, «cuando hace el calor, cuando los enamorados van a servir al amor». Me gusta rabiosamente mayo. Mayo, otro mayo, mes de las flores, «mes de María», ¿te acuerdas? Yo, con una nitidez que casi me asusta: la capilla del colegio, la luz dorada de la tarde, el perfume de las azucenas, los claveles, las velas marfil en sus candelabros dorados…, y nosotras allí, pequeñas, debajo de nuestros velos negros; también los cantos, las poesías, el formar el nombre de María con una especie de gimnasia —no puedo llamarlo de otra manera— o danza sacra… ¡Qué bien que todo aquello  haya terminado! La primavera es hermosa. Gracias por responder tan puntualmente.

Tengo tu carta, que será la última de esta correspondencia, en mis manos y, para comenzar, discrepo de ti. Nuestra mirada sobre la religión no ha sido especialmente crítica, sino objetiva. Y aún discrepo en que sea la mirada del no creyente, porque, si así fuera, los creyentes serían todos unos fanáticos. Hay que suponer que todo el mundo tiene, y sé que vas a estar de acuerdo, una  disposición a distanciarse algo, incluso de sus creencias religiosas, para poder contemplar un paisaje más global. En verdad discrepo también por una razón más general que igualmente admitirás sin problema. Por una vez, y sin que sirva de precedente, voy a citar a Heideg ger, quien en su Carta sobre el humanismo escribe una frase que, a las alturas que andamos del ser, no tiene réplica: el pensar «no puede ser teísta como tampoco puede ser ateo. Y esto no por una actitud indiferente, sino por respeto a las fronteras que le han sido puestas al pensar como pensar ». Valga esto para  apuntar el lugar desde donde creo que hablamos.

Y discrepo aún por otra razón más, sólo presentable por la vía estética, mira, por lo que escribía Heine, a quien cada vez admiro más: todos los humanos tendemos a creernos algo divinos hasta que la dura realidad nos echa de nuestro olimpo; cuando descendemos al estado de simples mortales—escribe el gran irónico—,

… volvemos a la cuna de la fe y tenemos menos preocupaciones reposando sobre la providencia de nuestro intendente celestial. Es una creencia cómoda y económica. Desde hace seis años estoy en cama; desde tal posición es para mí un gran consuelo tener a alguien en el cielo a quien enviar mis gemidos y lamentos durante la noche. Se ha dicho que la humanidad está enferma, que el mundo es un gran hospital… Los años de la vanidad han pasado.

En estas palabras seleccionadas —hay un ciento más—,  para mi gusto Heine realiza la más coqueta investigación sobre el atractivo de la religión que jamás se haya escrito. Hay un gran Aristófanes en el cielo que se ríe de todas nuestras ironías: porque las suyas son mucho más feroces. En fin, sensibilidad romántica. Y, con todo, ¡qué genialidad aliada con humor la de Heine!

Hay cierta pregunta que, aunque te la presento como resuelta, me ronda todavía: ¿puede un creyente ser objetivo frente a su religión o al hecho religioso en general? Algunos cristianos europeos están siéndolo —recuerdas—; cierto que desde hace muy poco. Y es que cuando se abandona la religión, al formar el paisaje mental del sujeto y el grupo, deja a éste especialmente a la intemperie.  Por eso profirió Nietzsche que quien tuviera la primera vivencia de la libertad hubo de vivirla como dolor y miedo. Desprotegido. A la intemperie. El grupo protege, sea cual sea la forma que lo haga; y, por lo mismo, ordena y castiga. Tiene muchos modos de amenazar al disconforme: te abandona, te repudia, te marca como vil, te hiere, te mata. Hasta hace poco lo hacía por cuestiones de fe; y en algunos lugares, demasiados, todavía lo hace por esas cuestiones.

¿Qué puede hacer la religión, cualquiera, ahora? Te lo preguntas porque quieres saber si puede ayudar en los desafíos de los nuevos tiempos. Es fácil decirlo y difícil hacerlo: puede y debe ilustrarse; o, si no es una religión fuerte, convertirse en tradición cultural en el sentido corriente, desactivada, posilustrada. Si el rito dice que llevemos frutas y arroz al santuario a fecha fija, podemos hacerlo sin mayor compromiso, del mismo modo que participamos en los festivales o en las fiestas patronales: constituye un caso de cultura viva que, sin embargo, ya no ahorma la estructura social. De esta manera, esas formas religiosas devienen cultura, un pedazo de etnicidad asumida dentro de una vida libre.

En el caso de los grandes monoteísmos, si ello es posible deben, insisto, ilustrarse. Algunos están más capacitados que otros porque llevan más tiempo conviviendo (o siendo obligados a vivir) en espacios políticos normales, esto es, laicos. Te confesaré que no me gusta la palabra «laico», término que se utiliza para nombrar a los que en una religión no forman parte de la estructura jerárquica: por ejemplo, cuando se dice el clero por oposición a los laicos . A mí me parece que lo peculiar es la religión y su orden, de modo que no veo por qué utilizar un término que viene del mundo transcurrido y remite a su semántica. En fin, las palabras casi nunca son inocentes. Pongamos sociedad sin más, frente a comunidad religiosa, por ejemplo.

Volviendo a nuestro tema: las grandes religiones deberían ilustrarse, si pueden. Ése es el caso del cristianismo. En lo que atañe al judaísmo, al tratarse de un monoteísmo no inclusivo y de pocos fieles —y al cual se le supone una relación prevalente con el Estado de Israel— lo cierto es que constituye un mundo distinto en cada lugar: hay un judaísmo cultural que convive de hecho con las interpretaciones más fundamentalistas, literales y g roseras de los textos. Y por lo que toca al islam, supongo que el mejor situado para ilustrarse es el islam europeo, una vez que la tentación fundamentalista decaiga y las mezquitas dejen de estar en manos de clérigos o imanes enviados directamente por los sectores más involucionistas o menos cultos. Aun así, la religión será peligrosa largo tiempo, como nos ha avisado el terrible conflicto de la antigua Yugoslavia, donde se ha desarrollado ante nuestros ojos una crudelísima guerra civil por motivos religiosos.

Victoria, amiga mía, a la religión le queda mucho tiempo para organizar el mundo. Recemos para que se ilustre y se humanice. Oremos para que se haga compasiva, caritativa (lo dice la nuestra: no importa tanto lo que creas, sino lo que hagas, «por sus frutos los conoceréis»). Aquí me apunto a Kant: o la religión, cualquiera, se ilustra, o se pone por debajo de lo que entendemos por moral; una divinidad que no cumpla estándares de calidad moral no nos interesa aunque existiera. ¡Este Kant y su larga coleta! El cristianismo, que fue inclusivo y declaró que prójimo era cualquiera, incluso un samaritano —lo que para un judío corriente era poco menos que blasfemo—, pasó largos periodos de su existencia siendo una religión poco o nada compasiva, brutal en ocasiones. De modo que me asusta pensar qué puede hacerse con las que llevan la violencia, y de modo principal, dentro de sus textos.

Tal como nos contaban nuestros particulares ayatolás en nuestra infancia, desde su punto de vista los conflictos del mundo se resolverían una vez que el planeta entero se convirtiera al catolicismo. Eso —nos explicaban— es lo que quería decir «católico»: universal. La Iglesia católica era la que tenía mandato y vocación universal, y nuestros misioneros, repartidos por el mundo, acabarían por convertirlo entero, porque así lo pedía el destino. Exactamente lo mismo le oí decir a un talibán afgano ante las cámaras: cuando todo el planeta se hiciera islámico, que quiere decir sumiso a Alá, se acabarían todos los conflictos. En fin, cualquiera comprenderá que ése no es un camino muy verosímil. Las religiones seguirán siendo varias y variadas, como lo son los grupos que las sustentan. Pero sería bueno que adquirieran nociones humanistas básicas,  morales y políticas; una especie de mínimo común denominador: el respeto a los derechos humanos, por ejemplo.

Me consta que los monoteísmos se están volviendo caritativos. Eso explica, por ejemplo, parte del éxito político del islam fundamentalista: la ayuda que sus miembros son capaces de darse entre sí; pero si lo hacen para ganar adeptos y luego ser más fuertes en la cruel lucha de siempre, todo se pudre. Hay que hacer el bien por sí mismo. La religión debería obligar a más, y no a menos, que aquello a lo que obliga la moral civil corriente. Compasión y caridad, receta de nuevo fácil de enunciar y complicada de llevar a la práctica. En realidad los monoteísmos resultan en esto más frustrantes, porque su raíz, aunque la tergiversen, implica cierto universalismo. Además, son producto de épocas que han producido grandes asimilaciones, y se supone que ellos deben servir para cimentarlas; pero fracasan. Ninguno tendrá nunca la tierra entera, así que harían bien en tolerarse, matizarse y humanizarse.

Ya ves, le estoy encontrando ventajas al «multirreligiosismo ». Quizá no fuera tan mala la idea de Pico della Mirandola de reunir teólogos de las tres Confesiones del Libro y mantenerlos pactando hasta que consigan sacar un nuevo monoteísmo sintético (su mayor mérito reside en que estaba dispuesto hasta a financiar el asunto, y eso en el siglo XV). Yo me conformaría con que los teólogos se vieran más entre sí, que la comunicación suele favorecer la tolerancia. Quizá, sólo quizá, tras las defensas corporativas que últimamente realizan se encuentre la vía que desactive el fundamentalismo. Para eso, bien lo sabemos, la religión debe ilustrarse, un camino que todavía tenemos poco recorrido; y los clérigos han de entender que la libertad religiosa dimana de la libertad de conciencia, y que ellos, en consecuencia, deben apoyarla, cosa que no han acostumbrado a practicar. No podemos olvidar, Victoria, que en algunos países islámicos abandonar la religión musulmana para convertirse a otra o a ninguna está severamente castigado (en ocasiones, con la muerte). Y lo mismo sucedía en Europa hasta hace nada.

Puesto que deshacernos de los dioses no es posible y quizá tampoco deseable —son hijos de nuestra capacidad simbólica y de nuestra sabida menesterosidad, de Creso y de Pobreza, póros y penía, por utilizar los términos de Platón; y nosotros, a la vez, hijos suyos—; que teniendo tan compleja relación cortarla no será posible, más vale entonces que las religiones se hagan suaves y no crueles, y que nuestros dioses nos ayuden a ser mejores prójimos.

¡Cuántos buenos deseos! Pero es que creo, Victoria, que la religión es además un cauce para los buenos deseos, sólo que buenos deseos universales, de esos que detestan, por imposibles, esos comunitaristas que tú a tu vez detestas. ¡Qué culpa tenemos los más de cargar con una conciencia que ha llegado a querer el bien, aunque sea éste tan poco probable! Tú misma pones los dos primeros pasos del razonamiento: La religión es una experiencia comunitaria, y No se puede esperar cohesión social de las religiones; pues el tercero, viene solo: las religiones son muy, muy peligrosas. Si en los cielos está el gran Aristófanes, no hay nada que hacer; si en la tierra, con independencia de semejante temor, podemos hacer algo para mejorar la convivencia y disminuir el sufrimiento, necesitaremos aliarnos para ello.

Sostienes que algunas religiones están mejor colocadas  para tornarse humanismos. También que el cristianismo no puede volver a sus momentos de barbarie y está en posición de iniciar un «diálogo de religiones». Pues así sea: que lo haga y pronto. Pero ¿cómo se compadece eso con tu tesis de que la religión, puesto que es plural, es un estorbo para la universalidad de la ética? Zanjemos: no cabe la menor donde no está la mayor. Ni las religiones son universalistas morales ni las personas religiosas, las normales y corrientes, tienen tampoco mayor octanaje moral que las demás. El problema para el cristianismo es —y lo fue, que ya sabemos qué historia ha tenido— cómo enseñar caridad, además de justicia, a la gente, a nosotros y nosotras, que no es fácil. Todavía ayuda el que el mundo actual tiene mucho que repartir y eso contribuye al contento más fácil; pero a la menor oscilación, el individuo rampante y la comunidad cruel aparecen, porque nunca se han ido, forman parte también de nosotros. Y, Victoria, yo no sé cuanto tiempo podemos seguir repartiendo «desarrollo», porque el precio en ecología planetaria se está volviendo imposible de sufragar.

El Imperio Romano hizo murallas, enormes, cuando comenzó su decadencia: quería impedir la entrada de nuevas gentes a quien ya no podía mantener. China levantó la Gran Muralla para aislarse, no para que la visitaran los turistas. América del Norte va a amurallar su frontera con México, y Europa tiene el problema de que el mar no la separa de África. Para una ética universal necesitamos paz, justicia mundial, lo que implica cierto reparto, y que los grupos, incluidos los muy grandes, renuncien a su espléndido aislamiento, que admitan mínimos comunes. Las únicas tablas de la ley que parece que tienen cierta aceptación son los preceptos de la Declaración Universal de Derechos Humanos. ¿Crees que se acerca la aurora del fin del relativismo? Yo no estoy segura. Esa Declaración unos no la firmaron porque hablaba de derechos individuales; otros, porque ya tenían la religión; otros más, porque tampoco… Y respetarla, digamos que está en trámite.  Yo no sé cómo se asegura el imperio de la moral en los corazones, pero una cosa te digo, las religiones tampoco lo hacen.

Dices que las religiones deberían hacer tres cosas: dar la motivación moral, unir a los hombres entre sí y ofrecer una vida alternativa a la dominante. Bien ves que las dos primeras están unidas, no precisamente bien, y que la tercera hay que estudiarla por separado. La motivación sólo es buena si tiene buen fin; lo que no está claro es si la religión más bien separa que une. Si se lograra que las religiones fueran verdaderos humanismos ¿qué quedaría de ellas en tanto que prácticas de grupo? Los distintos cleros no quieren eso; quieren poder y dominio sobre las conciencias. No es que sean perversos, es que son humanos, demasiado humanos; y esto de la ética no es nada fácil. En cuanto a «ofrecer una vida alternativa a la dominante» implica valor, orgullo y sacrificio, como mínimo; pero, de nuevo, guiados hacia un buen fin (se puede poner todo ese monto a disposición del fanatismo y el asesinato, por ejemplo).

Victoria, hay días en que el mundo me parece muy complicado y nuestros recursos muy pobres. El dinero tiene demasiado poder y nuestra inteligencia es muy venal. Inventamos pares de términos que bien sabemos que sólo son tapaderas, como «desarrollo sostenible» o «santa intolerancia ». Somos hábiles para hacer pasar nuestros deseos individuales por destino ineluctable y, si hace al caso, órdenes divinas. Kant dijo que una buena voluntad era tal cual, buena, pero nuestros sentimientos fluyen con demasiada rapidez y energía de la aceptación al rechazo y viceversa. Tenemos mala índole y las religiones, lejos de limarla, suelen aprovecharse de ella.

Si no hay Dios ¿qué es todo esto? Pues Temor y Temblor. Dioses que son como nosotros y sirven para nuestros propósitos. Si alguna vez la divinidad se convirtiera en el canal universal para los buenos deseos, si lográramos llenar de compasión y buen sentido esos nombres divinos terroríficos, habríamos logrado lo único que de veras importa: una compasión aguda e inteligente en un mundo que nos amenaza con un destino fáustico, pero en el que todavía, quizá por poco tiempo, podemos intervenir.

Dices bien, muy bien, que hemos de permitir que se expresen todas las creencias, para luego distinguir lo que puede ser o no tolerado; y que hemos de elegir por afines a las creencias que menos fanáticas se presenten sobre la escena pública. ¿Sabes? Me recuerda el consejo de Madame de Staël, cuando escribía que «se debe cultivar siempre la cercanía con los elementos más moderados del partido contrario». He olvidado, Victoria, el nombre del arzobispo que pretendía que una niña de menos de doce años, violada, contagiada por su violador de una enfermedad venérea grave y embarazada de dos meses, diera a luz. Cuando la ley es mala, el caso escandaloso se presentará, porque es su contraste. Semejante salida hería los sentimientos morales y el sentido común de  cualquiera. ¿Por qué nunca esos moderados responden? Yo no quiero identificar, te lo he dicho al principio, a las religiones con sus fanáticos. Prefiero pensar en ellas como abrigo en la miseria y cauces de la buena voluntad. Creo, en fin, que la divinidad, la que sea, para existir depende de nosotros de más de un modo, alguno de ellos inefable. Pero video et arceo, veo y desconfío.

Han pasado el otoño, el invierno y ya va a culminar la primavera. ¡Qué maravilloso ha sido tenerte por corresponsal durante estas tres estaciones! ¿Diremos que nos hemos cumplido mutuamente lo propuesto? Sin duda, pero siempre hay algo más en el hecho que en la intención, un plus por el que, de tu amistad, siempre me sentiré deudora.

Te quiere tu amiga,
Amelia
Mayo de 2006

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