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Gracias a Dios soy ateo

No sería preciso demostrar la no existencia de algo que no existe. Dios no existe, sin más. Es un invento de la imaginación aterrada de los hombres desde la noche de los tiempos alentada por sus más directos beneficiarios: los clérigos. Y esa idea de un creador todopoderoso acostumbra a ir acompañada de una promesa de premio: la certeza de otra vida posterior a nuestra muerte, la vida eterna o verdadera. Sería maravilloso, pero no es verdad: nacemos y morimos. Nuestro cuerpo es el único cuerpo. Nuestra vida es la única vida. Nos perpetúan nuestros hijos, la repercusión de nuestros actos y el recuerdo de quienes nos amaron –u odiaron– en vida.
 Las religiones son radicalmente violentas, excluyentes, injustas; son el aspecto de la creación humana que más dolor ha causado a la humanidad. Los creyentes renuncian voluntariamente al ejercicio de la razón esgrimiendo argumentos inspirados en principios indemostrables que provienen de la superstición, la magia y lo no tangible, argumentos que ellos mismos desprecian cuando son aplicados a otros terrenos de la existencia, donde siempre piden pruebas irrefutables, avales concretos y seguros. Sin embargo, siento un enorme respeto, no exento de una lástima compasiva, hacia la gente de fe, de buena fe, que aún necesita creer en lo imposible. Como dice el filósofo Michel Onfray, «tras la sombra de los dioses podemos detectar la presencia muy activa de los hombres».
 Creo en la bondad de los seres humanos y estoy convencido de la capacidad racional de los hombres y las mujeres para superar esa arcaica idea divina, para dar por finalizado en un futuro no muy lejano este fatídico ciclo y desacreditar en nombre del amor a la verdad a todos los hipnotizadores, chamanes, sacerdotes, rabinos, hechiceros, brujos, nigromantes, lamas… Todo eso llegará tarde o temprano y el ser humano, despojado de todo ese pesado lastre, caminará mejor y más libre sobre la faz de la Tierra.

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