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¿Fumata? ¿Fumados?

¿Cómo era una elección de Papa cuando el mundo creía de verdad en la existencia de Dios? Me lo pregunto porque estoy impresionado por el espectáculo de noticias, enviados especiales, expertos en asuntos del Vaticano, alarde de sabiduría ritual, frases redichas, imágenes, rumores y actos de fe mediática que nos llegan estos días desde Roma. Y no es que me extrañen el oro y la púrpura en la Iglesia mientras se mueren de hambre tantos seres humanos en cualquier parte del mundo. Eso siempre ha sido así. Las cúpulas sacerdotales nunca se han caracterizado por su vocación de pobreza. Lo que me llama la atención, a la hora de constatar el vacío sobre el que gira la sociedad del espectáculo y de la especulación financiera, es el interés que levanta la elección de un Sumo Pontífice en un mundo que ha aceptado desde hace siglos la inexistencia de Dios. Se trata de la comercialización de la nada. Los intereses poco productivos y muy especulativos del vacío.

Ya sé que todavía hay creyentes y, por desgracia, guerras religiosas. Pero no me refiero aquí a las estrategias que usan los individuos para entretener el miedo a la muerte, ni a las añagazas del poder para urdir sus negocios materiales en nombre de las identidades y los credos. Ese es otro capítulo. Una industria armamentística puede alimentar sus beneficios con el amor a sus dioses o con el odio a los judíos, con los compromisos de su fe o con el miedo al extranjero. Eso ya lo sabemos. Como también sabemos que resulta antipático aceptar la mortalidad de todo lo que vive. La sombra de la desaparición definitiva facilita el sentimiento trágico, un cultivo apropiado para el nacimiento de los dioses.

Lo doy por descontado. Lo que todavía me asombra es la gran corte mediática que, en torno al Papa, genera una sociedad que dejó de creer en Dios hace muchos siglos. La desaparición de algo no significa el final de su circo.

La agonía de Dios empezó cuando los humanistas defendieron en los albores de la Modernidad que el mundo no era un valle de lágrimas y que los seres humanos no tenían por qué esperar a la muerte para disfrutar de su propia dignidad. A la hora de organizar el Estado, los príncipes se convirtieron entonces en artífices de la realidad, constructores de normas y leyes autónomas de gobierno. La sensación de que Dios estaba de más en el mundo maduró con la Ilustración. El Siglo de las Luces debió su nombre al poco respeto que sentía por las supersticiones clericales. Se atrevió a saber sin pedir permiso a los sacerdotes. Y extendió la metáfora del contrato social para explicar el origen de un poder que ya no residía en la voluntad divina. La observación y la razón acabaron con la magia milagrera al desestimar las verdades reveladas como fuente de conocimiento. Las razones de Estado habían sustituido en las maniobras del mundo a las devociones, operación política que —por cierto— provocó la caída del Imperio Español, obsesionado por mantener a destiempo un credo ecuménico al servicio del humo religioso.

Darwin aceleró el proceso científico y deslegitimó la idea de la Creación con sus teorías sobre la evolución de las especies. El hombre y la mujer vienen en realidad del mono y la mona, algo que la historia lleva milenios demostrando gracias a sus saltos y animaladas. Así que muy poco después, con todas las cartas en la mano, Nietzsche declaró definitivamente la muerte filosófica de Dios. No existe nada al margen del devenir de la historia. La ciencia, el pensamiento, la política y la economía hace muchos años que dejaron de dudar.

La literatura, que es a lo que yo me dedico, tampoco duda. No ha surgido en los últimos siglos ninguna defensa convincente de Dios. Siempre que se habla de él, pobre metáfora, es para discutir sobre otra cosa. Juan Ramón Jiménez echaba mano de Dios para referirse a él mismo. Valle-Inclán definió al Marqués de Bradomín como feo, católico y sentimental para fabricar una máscara esteticista con debilidades muy obscenas. Y García Lorca, siguiendo a Víctor Hugo, convirtió a Cristo en un héroe romántico para gritar contra el Papa de Roma, símbolo del mal poder, la hipocresía y el pacto con las tramas del dinero, los totalitarismos, el racismo, las guerras, la falta de amor y las represiones. No había pecado que no pudiera colgarse en la percha del hombre vestido de blanco. Meterse con el Papa era, por ejemplo, oponerse a Mussolini.

¿Entonces? ¿Por qué tanto circo mediático en torno a la elección de un Papa? ¿Es que giramos sobre la nada? Quizá sea eso. Es eso. Más que esperar una fumata, parece que estamos fumados.

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