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Filipinas: gana el presidente que no le gusta a la Iglesia

Los obispos habían definido al neo-electo Rodrigo Duterte«un moderno Pol-Pot» o un «demonio». El triunfo del candidato certifica la disminución de la influencia de las jerarquías eclesiásticas en la sociedad

«Un buen cristiano o cualquier ciudadano de buena conciencia no podría nunca apoyar a un candidato presidencial que es un asesino de masa y que indica abiertamente una política de ejecuciones extrajudiciales como parte integral de su programa». De esta manera, en una carta pastoral titulada «Cuestión de conciencia», el arzobispo Antonio Ledesma, jesuita de Cagayán de Oro, trataba de advertir hace un mes a los electores filipinos sobre la candidatura de Duterte, ex alcalde de Davao, ciudad en la isla de Mindanao.a

Hoy, Ledesma y otros eminentes obispos católicos, como el presidente del episcopado Sócrates Villegas, que criticaron abiertamente al líder, están perplejos por el resultado de las elecciones presidenciales que consagran a Duterte como nuevo presidente de la República de las Filipinas. Duterte, de 71 años, conquistó, según los resultados casi definitivos, alrededor del 40% de los votos, con mucha ventaja en la carrera hacia la presidencia.

Los filipinos quisieron dar una señal de cambio clara al elegir a «un hombre fuerte» como sucesor del liberal Benigno Aquino, hijo de la histórica presidenta Corazón Cojuanco, que devolvió la democracia a las Filipinas, después de la era del dictador Marcos. Este personaje fue evocado durante la campaña electoral y Duterte estuvo incluso vinculado a él, puesto que en su Davao toleró (y según algunos promovió) la obra de los «escuadrones de la muerte», grupos paramilitares responsables de más de 1400 ejecuciones extrajudiciales impunes y que tenían la tarea de «limpiar» el territorio de criminales.

«Estos homicidios son inmorales e ilegales», escribió Ledesma recordando que, «como cristianos, creemos en la dignidad de cada persona, hecha a imagen y semejanza de Dios, de la que surgen los derechos humanos, como el derecho a la vida».

Y, con tonos más encendidos, que evocan escenarios apocalípticos, indicó: «Este monstruo infernal es un Pol Pot que no dudará a la hora de matar masas de personas. Nuevos campos de exterminio como en Camboya serán un fenómeno difundido si Duterte se convierte en Presidente».

Pues bien, ahora, a pesar de todos los intentos por deslegitimarlo, este «monstruo», este «moderno Pol Pot», este «demonio» ocupará la silla presidenci

l del palacio Malacanang en Manila y gobernará el país.

Toda la Conferencia episcopal católica, bajo la guía del los arzobispos Villegas, Ledesma, Palma y Cruz, exhortó públicamente a los católicos «a no votar por Duterte». Sacerdotes y monjas se reunieron en oración para pedir a la gente «no votar por este demonio», al que describían como «expresión de las fuerzas del mal».

A pesar de la fuerte y evidente la oposición de la Iglesia, ahora las jerarquías toman nota de la fragorosa derrota en esta ronda electoral. Y seguramente marcará definitivamente un cambio de época en la sociedad filipina, certificando el final de la influencia de la Iglesia en las decisiones políticas, y también morales, de las personas.

De hecho, justamente porque el voto fue presentado como «una elección entre el bien y el mal» y los ciudadanos, a pesar de todo, eligieron a Duterte, se comprende que el discernimiento sobre las propias decisiones cotidianas de los fieles ya no depende del clero.

Quedan en el pasado los tiempos en los que, con un mensaje en Radio Veritas, el cardenal de Manila, Jaime Sin, llamó a los fieles que, armados con rosarios, se manifestaron pacíficamente por las calles (en 1986) para poner fin a la dictadura del general Ferdinando Marcos. Han pasado treinta años (y las elecciones de hoy también tenían este aspecto simbólico) y la sociedad filipina ha cambiado profundamente. Este modelo de Iglesia, evidentemente, ya no cuenta con el mismo atractivo entre las mismas generaciones (de 100 millones de habitantes, los jóvenes constituyen más del 30% de la población).

Hace cuatro años, la aprobación en el Parlamento de la ley sobre la «salud reproductiva» (que legalizaba los métodos para controlar los nacimientos), fuertemente criticada por la Iglesia, representó una alarma. Ahora, la cuestión se muestra con toda claridad.

El nuevo presidente puede proclamar, con desprecio, que «la Iglesia católica no tendrá ningún papel bajo mi administración». «No me importa si la jerarquía católica no me aprueba», dijo poco antes de la votación. «Dejen que estas elecciones sean una especie de referéndum, una especie del plebiscito por mí o por la Iglesia», añadió seguro de sí mismo.

Duterte tuvo razón y la Iglesia filipina, en el país orgullosamente más cristiano de Asia (los fieles representan el 93% de la población) está atónita: por un lado es culpable de haberse involucrado demasiado en la política y, por otro, llegó tarde para comprender que la credibilidad y la autoridad, además de la fidelidad del pueblo, no se ganan con el enfoque de una Iglesia que muestra los dientes, que dicta línea, sino convirtiéndose en un canal transparente de la gracia de Cristo capaz de iluminar a las conciencias.

A partir de ahora, la Iglesia filipina vivirá la paradoja de sentirse «minoría», mientras, en el papel, es numéricamente una «mayoría». Un baño de humildad y un examen de conciencia serán muy útiles, sobre todo para recobrar la vida del simple testimonio evangélico. Incluso en la era de Duterte.

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