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Fanatismo católico: Las Cruzadas

Lo mismo que la Inquisición y que la masacre de las poblaciones de América en nombre de la fe, Las Cruzadas encarnaron la intolerancia y el fanatismo católico.

En el siglo XIX, el historiador francés Joseph-François Michaud (1767-1839) publicó una voluminosa historia de Las Cruzadas, que posteriormente se tradujo al español en una edición ilustrada con hermosos grabados de Gustavo Doré (Unión Tipográfica Hispano Americana, México, 1949, dos volúmenes).

No obstante sus tendencias conservadoras y realistas, Michaud, quien se opuso a la Revolución Francesa y a Napoleón, incluyó en su minuciosa narración algunas de las atrocidades atribuidas a los cruzados en su lucha, durante los siglos XI al XIII, para recuperar los llamados Santos Lugares del cristianismo.

Las Cruzadas se convirtieron en arquetipo de la llamada “defensa de la fe” contra los “infieles”, lo mismo en Europa, que durante la conquista y evangelización de América.

En la Edad Media se enfrentaron con las armas dos mentalidades igualmente intransigentes, radicales y belicosas, la de los ejércitos católicos con la de las huestes musulmanas; ambas pretendían obedecer a los dictados de Dios mediante el genocidio de sus adversarios.

Predicaciones guerreras

En 1095, en el Concilio de Clermont, el papa Urbano II (beatificado en 1881 por León XIII) inició la predicación de Las Cruzadas, para recuperar Jerusalén de manos de los musulmanes.

Exhortaba a la conquista de los Santos Lugares, apelando a la vez a la ambición y al fervor religioso de los expedicionarios: “Si triunfáis, serán vuestro galardón las bendiciones del cielo y los reinos del Asia, y si sucumbís, conseguiréis la gloria de morir en los mismos sitios que Jesucristo, y Dios no olvidará que os ha visto en su milicia santa…” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 35).

Al grito de “¡Dios lo quiere!”, miles de hombres emprendieron la guerra santa.

La empresa planteaba problemas teológicos acerca de la omnipotencia divina, pues si Dios es omnipotente, y si le interesaba reconquistar la Tierra Santa, le habría sido muy fácil hacerlo él mismo, en lugar de pedir el apoyo de sus fieles para que lucharan contra sus enemigos.

El clero fabricaba falaces respuestas a esa interrogante. Decía: Dios pudo haber recuperado sin problema alguno de esos territorios, pero quiso darles a los pecadores la oportunidad de ganar indulgencias e incluso de convertirse en mártires e ir al cielo.

En el campo de batalla, a veces el escepticismo y el desaliento se apoderaban de los combatientes cristianos cuando veían que no siempre Dios estaba de su parte, pues en ocasiones eran derrotados o masacrados.

Los guerreros cristianos se enfrentarían a los defensores igualmente obstinados de otro Dios y otro profeta, Mahoma, que en El Corán había ofrecido un paraíso, lleno de manjares y mujeres hermosas, a quienes murieran luchando en defensa de su fe.

La primera Cruzada culminó con la sangrienta conquista de Jerusalén por los cristianos, pero la lucha contra los musulmanes continuaría y, finalmente, la ciudad santa sería arrebatada de nuevo a los cristianos.

Desde el siglo XVI hasta el final de la Primera Guerra Mundial, Palestina, y por ende Jerusalén, formó parte del Imperio Otomano; luego estuvo controlada por Inglaterra; después de la Segunda Guerra Mundial pasó a ser la principal ciudad del nuevo Estado de Israel.

Voltaire resume así las motivaciones y secuelas de la Primera Cruzada: “….El papa proponía el perdón de todos sus pecados [a los cruzados] y les abría el cielo imponiéndoles como penitencia seguir la mayor de sus pasiones: acudir al pillaje. Todos rivalizaron, pues, en tomar la cruz. Las iglesias y los claustros compraron entonces a vil precio las tierras de los señores que creyeron habría de bastarles con sus armas y un poco de dinero para ir a conquistar reinos en Asia…” (Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, Hachette, Buenos Aires, 1959, página 412).

El religioso Bernardo de Claraval (1091-1153; canonizado en 1174) predicaría la Segunda Cruzada, y Gregorio VIII (1100-1187), la Tercera Cruzada, con la promesa de que los combatientes obtendrían el “entero perdón de sus pecados” pues “el santo viaje debía servirles de penitencia”.

Para la predicación de esa Cruzada, convocada para evitar que Jerusalén volviera a caer en manos musulmanas, “el clero llevaba de ciudad en ciudad estampas en las cuales se veía el Santo Sepulcro hollado por los pies de los caballos, y a Jesucristo derribado por Mahoma…” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 319).

A los 90 años de edad, el papa Celestino III (1106-1198) promovía la Cuarta Cruzada.

Bajo el pontificado de Inocencio III, sucesor de Celestino, se organizó una Cruzada de los Niños: “cincuenta mil niños se reunieron en Francia y en Alemania desconociendo la autoridad de sus padres, y recorrieron las ciudades y las campiñas cantando estas palabras: ‘Señor Jesucristo, devolvednos vuestra santa cruz’” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 501).

Muy pocos llegaron a Oriente; la mayoría murieron de hambre, sed o cansancio, o fueron vendidos como esclavos precisamente a los musulmanes, a quienes iban a combatir.

El exterminio de esos niños le sirvió al papa para “reanimar el entusiasmo de los fieles”, pues decía que “esos niños nos acusan por nuestro letargo, al volar en auxilio de la Tierra Santa” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 502).

Hubo algún intento de organizar a las mujeres para la defensa de la fe cristiana. “Bajo las banderas de la cruz se veía un batallón de mujeres cubiertas con sus armaduras, que tenían un jefe de su sexo cuyo deslumbrador vestido era causa de admiración y a la que se llamaba la dama de las piernas de oro” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo II, página 308).

Una de las secuelas de Las Cruzadas fue atizar las persecuciones del catolicismo contra los infieles y los herejes, en Europa y posteriormente en el Nuevo Mundo.

Crímenes de la Guerra Santa

En su camino a Jerusalén, los cruzados dejaron un rastro de sangre y rapiña. Relatan los cronistas de la Primera Cruzada que: “cierto día Tancredo (uno de los jefes de los cruzados) […] sorprendió a una hueste crecida de turcos que habían salido en busca de pastos, mató a todos los que pudo alcanzar con su acero y envió al obispo 70 cabezas de infieles como diezmo de la matanza y de la victoria…” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 97).

En Antioquía, ciudad que fue tomada por los cristianos, 10 mil hombres fueron asesinados en una noche, y los que lograron huir fueron perseguidos y sometidos a la esclavitud o a la muerte.

 “Las plazas públicas estaban llenas de montones de cadáveres, la sangre corría a torrentes por las calles, se allanaron las casas, se distinguieron con signos religiosos las que pertenecían a los cristianos, y los cánticos sagrados sirvieron para reconocerse entre sí los vencedores y los fieles (cristianos) de la ciudad. Fue víctima de la furia cristiana todo lo que no estaba marcado con el signo de la redención, y se pasó a cuchillo sin compasión a cuantos se negaron a pronunciar el nombre de Jesucristo” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 113).

Desde lo alto de las murallas, los obispos y los curas bendecían las armas de los soldados cristianos y cantaban “levántese el Señor y huyan aterrados sus enemigos” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 121).

El 15 de julio de 1099, los cruzados tomaron Jerusalén y se regocijaron porque era un viernes, a las 3 de la tarde, es decir, el mismo día y hora de la muerte de Cristo (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 154).

 “En medio del más horrible tumulto, resonaban los ayes y los gritos de los moribundos, y los vencedores caminaban sobre montones de cadáveres, para alcanzar a los que en vano procuraban escaparse […] en el templo y debajo del pórtico de la mezquita [la mezquita de Omar, en Jerusalén], la sangre llegaba a la rodilla y casi hasta el bocado de los caballos…” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, p. 155).

Voltaire se refiere también a la toma de Jerusalén donde, afirma, “todo aquel que no era cristiano fue muerto” y “después de esta carnicería, los cristianos, chorreando sangre, fueron en procesión hasta el lugar que se dice ser el sepulcro de Jesucristo, donde prorrumpieron en lágrimas” (Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, página 417).

La rapiña y el vandalismo de los soldados cristianos cobraron grandes proporciones. En Trípoli, una inmensa biblioteca fue entregada a las llamas; en Beirut, se indignaron cuando ya no pudieron encontrar nada más que saquear, por lo que “se arrojaron sobre el pueblo, que pereció casi todo al filo de la espada” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 202).

En otra población, los cruzados, luego de masacrar a los hombres e incluso a muchos de los niños, “se vendían unos a otros las mujeres que habían hecho prisioneras […]. La sed de saqueo excitaba en tales términos a los cristianos, que abrieron el vientre a varios musulmanes sobre los que recaían sospechas de haberse tragado monedas de oro; muchos cadáveres fueron quemados en la plaza pública, creyendo encontrar en sus cenizas algunas monedas…” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 192).

Las Cruzadas ofrecieron un pretexto para saquear y perseguir a los judíos, como hicieron algunas veces los cruzados a su paso por los campos de Europa o de Oriente, o en la preparación misma de las expediciones.

Voltaire cita la versión de que, luego de la toma de Jerusalén, en la Primera Cruzada, “los judíos fueron encerrados en una sinagoga […] y que allí se los quemó vivos a todos. Esto es de creer, después del furor con que habían sido exterminados por el camino (por los cruzados)” (Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, página 417).

En Las Cruzadas el clero participó directamente en la lucha armada, pues “la religión había santificado los peligros y las violencias de la guerra” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 219).

Se crearon órdenes militares como Los Templarios, Los Caballeros de Malta y Los Caballeros del Santo Sepulcro y “cada monasterio de Palestina era como una fortaleza, donde el estrépito de las armas se mezclaba con el murmullo de la oración”.

En la Tercera Cruzada había “un gran número de prelados y de eclesiásticos empuñando las armas. El clero, que en sus predicaciones había repetido tantas veces que la muerte en una guerra contra los musulmanes abría a los peregrinos las puertas del cielo, no quiso privarse de este medio de salvación” (Michaud, Las Cruzadas, Tomo I, página 360).

Edgar González Ruiz*

*Maestro en filosofía; especialista en estudios acerca de la derecha política en México

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