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Exorcismos

El ascenso de la figura del diablo remite a la voluntad de recuperar una actitud represiva

Hace años, escuché la grabación realizada por el antropólogo Carmelo Lisón en la ermita de la Virxen do Corpiño, cerca de Lalín (Pontevedra), donde el día de San Juan se realizaban ceremonias de exorcismos. En medio de un notable griterío, se desarrollaba el diálogo entre el exorcista y el supuesto endemoniado, o mejor, el demonio que poseía a aquel hombre. Era una pugna difícil, porque o demo se resistía, aunque siempre acababa cediendo. Lo primero, dio su nombre: Chámome Crispín: el pequeño Belcebú hablaba en gallego. Por fin accedió a abandonar el cuerpo del desgraciado, pero con perversa intención dijo: Vou sair polos ollos. “¡No!”, le conminó el sacerdote, “¡que le dejarías ciego!”. Finalmente aceptó sair pola punta do pé. Así estaba mejor.

Al comentar en una ocasión hechos semejantes, un cronista de este diario los calificó de “psiquiatría del subdesarrollo”. En efecto, tales creencias tienen la piel muy dura, se encuentran enraizadas en la mentalidad de determinadas comarcas culturalmente estancadas desde siglos atrás, en cuyo interior la autocalificación de endemoniado procede con frecuencia de un diagnóstico coral, ante la aparición de alteraciones de conducta propias de una grave enfermedad psíquica. Lo preocupante era, en el caso referido, que el exorcista parecía también creer en la posesión demoníaca.

Esto es lo más grave en el episodio del nombramiento de ocho exorcistas para la diócesis de Madrid por el arzobispo Rouco: más allá de las cortinas de humo sobre la avalancha de peticiones para que tal cosa se haga y de la olla podrida con actividades como echar cartas o el mal de ojo, la disposición del prelado significa claramente que cree en la posesión diabólica. Y tanto cree que serán designados cuatro psiquiatras para que asesoren a los exorcistas, quienes determinarán si el caso es de naturaleza científica o religiosa. La explicación de este ingreso del arzobispado en el túnel del tiempo tiene que ver con el prisma agustiniano a través del cual contempla la sociedad actual: el ascenso de la figura casi olvidada del diablo remite a la voluntad de recuperar una actitud represiva, al ilustrar la presencia en la sociedad del Mal personificado en Satanás.

En ese contexto, el regreso al diablo representa algo más que un nuevo triunfo, acotado al ámbito religioso, de los monstruos que suplantan a la razón porque esta duerme, según el famoso capricho de Goya. La irracionalidad puede contaminar el ejercicio de una profesión científica, como la de psiquiatra, si este es católico a lo Rouco y suscribe la visión eclesiástica. Tengo bien cerca el caso de mi único hijo, enfermo mental ya fallecido, donde hace cinco años el diagnóstico en San Juan de Dios de Madrid —no de Palencia, allí todo fue excelente— incluía la posesión diabólica. No supuesta posesión diabólica. Se lo conté al interesado y nos reímos, por no llorar, yéndonos claro con la música a otra parte.

El integrismo religioso, favorecido durante la era Ratzinger, iniciada bajo su predecesor, cierra las puertas que desde Juan XXIII comunicaban la fe con la razón. Dejando de lado las universidades privadas militantes, alguna de los Legionarios de Cristo, que parecen ser reservas intocables para el examen del ministro Wert, releamos el artículo en un diario madrileño sobre la fiesta del Corpus, obra del cardenal Cañizares, por añadidura numerario de la Academia de la Historia. “La Eucaristía, insiste en buen catequista, es la gran escuela del amor fraterno”. Pero como historiador no debiera hablar así, ya que en el pasado la profanación de la hostia fue un crimen ritual cuya supuesta práctica impulsó frecuentes matanzas de judíos. Una muestra bien próxima se encuentra en la llamada precisamente plaza del Corpus de Segovia, donde el convento de las Clarisas fue sinagoga hasta 1412 y unos cuadros ilustran la respuesta fulminante de la propia hostia a los judíos profanadores. Fraternidad total. El mismo año una pragmática real prohibía a los judíos ejercer de cirujanos y otras actividades curativas de enfermos. Todo encaja, incluso con acontecimientos del siglo XX, por no hablar de la compatibilidad del milagro pre-Corpus de la hostia sangrante con una visión de los hechos ajustada a la ciencia. En buen cristiano ilustrado, ya el Padre Feijóo se ocupó de milagros similares. La cuestión no es, pues, cómo la religión debe contar en las calificaciones, sino si con tales ingredientes del pasado resulta compatible con la formación de los futuros ciudadanos, creyentes incluidos.

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