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Eutanasia o/y cuidados paliativos: una cuestión ética y política

Hace unos días, en el Congreso de los Diputados, tuvo lugar la enésima bronca política, esta vez respecto a la convalidación o no (y fue no) del Decreto-Ley del gobierno sobre la forma de utilización de los fondos que la “ley Montoro” prohibió utilizar a los ayuntamientos salvo para el pago de deudas y que están bloqueados a pesar de que con ellos podrían encararse no pocas de las muchas necesidades sociales que la actual situación ha hecho más graves de lo que ya eran. Una prohibición que este gobierno progresista no ha anulado (como tampoco la “ley Mordaza”, ni la reforma laboral, ni…) y que ahora pretendía “solucionar” con la condición de que los ayuntamientos entregasen al estado aproximadamente dos terceras partes de esos fondos, en lo que fue calificado de expropiación por todos los partidos que no componen el actual gobierno.

El ruido mediático de esa bronca, y la propia importancia de la derrota gubernamental, dejó en segundo plano otro hecho parlamentario que se produjo el mismo día y que entiendo de la máxima importancia y con mayor calado en lo que afecta a la vida de todos los ciudadanos: el rechazo a las enmiendas a la totalidad que PP y Vox habían presentado para detener el trámite del proyecto de ley de regulación de la eutanasia.

Era la cuarta vez que el tema se debatía en el Congreso. Los intentos de poner en marcha esta ley, en junio de 2018 y septiembre de 2019, se vieron frustrados por la convocatoria de elecciones y consiguiente disolución de las cámaras. La tercera fue el pasado febrero. Entonces, el proyecto presentado fue aceptado como base del debate por 201 votos a favor, 140 en contra y 2 abstenciones. Un resultado que se ha vuelto a repetir ahora casi milimétricamente, ya que los textos del PP y de Vox han sido rechazados por 203 y 204 votos respectivamente, teniendo a favor, en ambos casos, 143.

Las furibundas y vergonzosas afirmaciones de la derecha dura y extrema (que, en realidad, en este caso, como en otros muchos, no se diferencian en nada) y las campañas de asociaciones como la plataforma “Derecho a Vivir” no han sido suficientes para detener el trámite de una ley que, aunque con algunos claroscuros en su borrador actual, responde a la posición ampliamente mayoritaria de la ciudadanía. Según todas las encuestas, están a favor de la regulación de la eutanasia entre un 70 y un 83% de la población; un porcentaje que no baja mucho entre quienes se declaran explícitamente católicos (un 60%). Números que explican que en los intentos de impedir el avance de la ley no se limiten a descalificar el derecho a decidir sobre la vida propia en circunstancias en que seguir viviendo constituye un sufrimiento, físico o psíquico, intolerable –que es esto lo que la ley pretende regular- sino que los improperios sean acompañados de la presentación de una “ley de cuidados paliativos” como supuesta alternativa a la ley sobre la eutanasia, cuando, en realidad, se trata de dos cuestiones complementarias que no tienen por qué interferirse la una a la otra, salvo en las sobreencendidas neuronas de neocons y otros ultraconservadores.

En el paroxismo, se han llegado a escuchar barbaridades como que el objetivo de la ley es “ahorrar costes” a la Seguridad Social en medicamentos y pensiones, con lo que sería una especie de genocidio legalizado para justificar recortes, o de que se trata de “una práctica extrema del capitalismo más aberrante para eliminar a quienes no son productivos económicamente”. En este segundo caso, resulta más que curiosa, y evidentemente demagógica, la repentina conversión al anticapitalismo de muchos ultraliberales y nacional-católicos.

Pero más allá de estos exabruptos, es significativo que PP y Vox hayan tenido que esforzarse en plantear una alternativa (aunque realmente no sea tal) al proyecto de ley sobre la eutanasia, admitiendo ahora que existe un grave déficit en la Sanidad, sobre todo pública, en cuanto a la utilización de los cuidados paliativos. La portavoz de Vox, tras señalar que de los 225.000 enfermos terminales que los necesitarían cada año solo 65.000 los reciben, defendió que es preciso establecer por ley “el derecho a cuidados paliativos integrales y de calidad por profesionales perfectamente formados en la materia; el derecho a una información asistencial clara y comprensible para el paciente; el derecho al acompañamiento y a la intimidad del mismo, así como a recibir la asistencia espiritual que solicite”. ¿Quién podría estar en desacuerdo con esto? Cualquiera que no esté cegado por el sectarismo apoyaría estas palabras y su traducción a ley. Porque casi todos hemos pasado por el trance de ver cómo personas muy queridas agonizaban de forma irreversible, durante días, en la habitación de un hospital con grandes sufrimientos, sin que pudiéramos hacer otra cosa que rezar o maldecir (cada quién a su manera) esperando que hubiera algún profesional sanitario que mostrara compasión con el agonizante y anulara sus dolores permitiéndole morir en paz.

¡Claro que es necesario garantizar el derecho a cuidados paliativos integrales y de calidad! Pero esto no es incompatible, en modo alguno, con que sea cada ciudadan@, en concretas circunstancias y en pleno ejercicio de sus capacidades mentales, quien decida cuando ya no le es (o será) tolerable seguir viviendo porque ello supondría un sufrimiento físico o/y psíquico intolerable. Con lo que sí es incompatible que tengamos adecuados cuidados paliativos es con los recortes en la Sanidad pública, lo que está mostrando una contradicción flagrante, o un mero oportunismo vacío de verdadero contenido, en palabras como las que he citado anteriormente.

En realidad, como señaló Joseba Aguirretxea, portavoz del PNV, no estamos “ante un debate médico sino social, ético y político porque debemos decidir quién decide sobre cómo morimos”. Estoy totalmente de acuerdo. Se trata de un debate sobre los sujetos de soberanía. Sobre quién sea el sujeto legítimo de la decisión sobre el final de la vida de cada persona. Sobre cuándo y en qué condiciones la vida sigue mereciendo o no tal nombre. Sobre qué sea una “buena muerte”, una muerte digna. Aquí está el quid de la cuestión, que no es solo, ni primordialmente, política sino ideológica (en el más amplio sentido del concepto de ideología).

Históricamente, desde la sistematización de las religiones y la constitución en ellas de aparatos de poder, las diversas iglesias (en realidad, sus jerarcas y funcionarios) se adjudicaron el derecho a decidir sobre la vida y la muerte de las personas. Sobre la muerte material (del cuerpo) y espiritual (el destino del alma). Fue éste, y parcialmente lo sigue siendo, uno de los pilares centrales del poder eclesiástico, que afirma como verdad incontrovertible que solo Dios tiene soberanía sobre las criaturas humanas. Por lo que éstas no deben tratar de interferir en la voluntad divina adjudicándose esa soberanía y ni siquiera una parte de ella. Quienes fuimos educados bajo el nacionalcatolicismo sabemos sobradamente de la valoración positiva e incluso glorificación del dolor, escuchando contantemente que la vida es un valle de lágrimas, que las mujeres debían parir con dolor porque ese fue el castigo a su debilidad en el Paraíso terrenal y que solo Dios es dueño de nuestras vidas. “Que sea lo que Dios quiera” era la frase más repetida y ello incluía cuántos hijos tener y cuándo y cómo morir, además de aceptar resignadamente todo lo que nos cayera encima. Solo a regañadientes las iglesias tuvieron que ir aceptando paliativos al dolor, un cierto control –eso sí, “natural”- de la natalidad y otros avances de la Ciencia y los Derechos Humanos. Hoy, la trinchera está colocada en los dos momentos extremos de la existencia reservando en exclusiva sus ámbitos a Dios: el de la concepción (que es definida como comienzo de la vida ya humana, por lo que cualquier intervención sobre el feto, incluso en sus primeros días o semanas, debería ser considerada un asesinato) y el de la muerte (que hay que dejar también en manos de Dios, aunque hoy se acepte que con el auxilio de la Ciencia siempre que se dirija a aplazar el final de la vida). Y es altamente significativo que ambas creencias sean presentadas hoy no como dogmas religiosos sino como parte de una supuesta “ley natural” que obliga tanto a creyentes como a no creyentes.

Cuando la Ilustración sustituyó en el núcleo de lo sagrado (de lo Absoluto y Soberano) a Dios por la Razón y a las monarquías absolutas, en gran medida teocráticas, por el moderno Estado-Nación liberal, fue el Estado el que pasó a ser dueño absoluto de la vida y la muerte de los súbditos calificados ahora de ciudadanos. Ya no es Dios sino el Estado quien premia o castiga, quien puede decidir sobre la vida y la muerte. Quien legitima la pena de muerte o puede prohibirla… Y quien puede delegar en comisiones de “expertos” para que sean estos, en su nombre (e incluso ocultando esto) quienes decidan desde la Ciencia (a menudo también sacralizada y pocas veces no ideologizada) en qué momento sobreviene la muerte (¿cardiaca, cerebral…?) y cuándo alguien puede ya morir, independientemente de cuál sea la voluntad de la persona.

Tanto Dios como el Estado (o sea, las instancias de poder de uno u otro sacro), unas veces complementándose y otras uno de ellos en exclusiva, han venido ejerciendo hasta hoy la plena soberanía sobre el cómo y, en gran medida, el cuándo de la muerte de sus súbditos, definidos como creyentes, como ciudadanos o como ciudadanos-creyentes. Lo que se plantea ahora es el cuestionamiento de esa soberanía y su traspaso a los sujetos humanos. La reivindicación es de la soberanía de las personas sobre sí mismas. Se trata de un humanismo radical que no se dirige necesariamente contra las religiones y los estados pero sí los desacraliza, negándoles la legitimidad de su pretensión de poder absoluto sobre la vida y la muerte. Y ello, desde la consideración de que existen solamente dos sujetos legítimos de la soberanía: las personas en el nivel individual y los pueblos en el nivel colectivo.

Desde luego, el proyecto de ley de regulación de la eutanasia que va a seguir su trámite en el parlamento, una vez rechazados los vetos del PP y Vox no responde a este planteamiento radical pero es un avance importante porque va a ahorrar muchos sufrimientos al reconocer el derecho individual subjetivo de poder tomar la decisión, en concretas circunstancias y bajo ciertas condiciones, de morir anticipadamente. Sería importante que en su elaboración final el proyecto mejorara su contenido, tal como han indicado las asociaciones que defienden el derecho a “una muerte digna”. En su estado actual, el texto presenta algunas lagunas respecto a colectivos que podrían quedar desprotegidos y, sobre todo, otorga demasiado poder a las “comisiones de control” en cuyas manos se deja la decisión final respecto a la autorización o no de la eutanasia a quienes la soliciten. Podrían negarla, o aplazarla, aunque dos médicos de diferentes instancias hayan dado previamente un informe favorable. Lo que supondría una violación de la soberanía personal del sujeto sobre sí mismo. A nadie se le oculta que profesionales contrarios al nuevo derecho podrían utilizar esas comisiones como trincheras para dificultar su ejercicio.

De todos modos, Ramón Sampedro, Ángel Hernández y tantos otros y otras valientes que pusieron por delante de la obediencia a leyes injustas y anacrónicas su concepto de ética humanística y de compasión podrían estar satisfechos porque su ejemplo y la lucha social que ellos contribuyeron a impulsar han conseguido que deje de ser tabú hablar de eutanasia y que el derecho a morir dignamente vaya a ser contemplado legalmente. Y también con urgencia deberíamos dar la batalla –claro que sí– por hacer efectivos y universalizar los cuidados paliativos dentro de una Sanidad Pública de calidad a la que se dediquen los fondos necesarios. Además de indispensable, esta batalla será una buena ocasión para demostrar hasta qué punto son sinceras las palabras de quienes afirman ahora defender unos cuidados paliativos de calidad o si lo hacen solo retóricamente para tratar de impedir que la eutanasia sea un derecho. Yo me temo que sea esto último.

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