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Europa no es la única dueña de los valores

La unanimidad con la que se afirma que los atentados de Paris constituyen un ataque que afecta solo a los valores europeos es inquietante. Simplemente, porque silencia las secuelas globales del terrorismo sobre el principio universal de la convivencia.

Los valores no son el patrimonio de ninguna parte, en detrimento de otras. Su universalidad es el patrimonio de todos los que creemos en ellos, porque hemos integrado en nuestra cotidianeidad el respeto de la diversidad y del pluralismo.

Cuando un terrorista se hace explotar en París, en Beirut o en Bagdad, masacrando a centenares de inocentes, la propagación de su acto criminal desestabiliza el equilibrio existencial de la población en Rabat, Dakar y Jacarta; pero también en Bogotá, Sídney y Madrid. Los tentáculos de la barbarie son despreciables porque afectan a toda la humanidad.

La elección de los objetivos del atentado de Paris, constituye una etapa renovada de la locura terrorista. Los asesinos han elegido a jóvenes, en el ejercicio legítimo de su derecho a vivir juntos y de compartir pequeñas alegrías de la vida, como ver un partido en un campo de fútbol, escuchar música en una sala de conciertos o comer en un restaurante, siempre entre amigos, juntos.

Se trata de actos meticulosamente coordinados y ejecutados con precisión profesional, que no buscaban la destrucción del cristiano, del judío, del musulmán o del ateo. El verdadero objetivo ideológico era la libertad y el modo de vida que esos jóvenes pacíficos representan en Francia y en todo el mundo.

El terrorismo es profundamente alérgico al único modo de vida que ha demostrado su viabilidad universal, asumiendo al individuo y a las sociedades en su derecho a la responsabilidad, a la libertad de elección y a la diferencia, siempre en el marco de unos Estados abiertos, seguros, convergentes y maduros.

El terror odia la democracia, esté donde esté. La quiere destruir, desintegrando sus valores e instituciones. Sus adeptos no tienen otra nacionalidad que un pensamiento encogido, nacido del miedo, para avivar el pánico del Otro y multiplicar sus angustias.

Lo peor es que sus actos hacen eco de otros fines ideológicos, tan fundamentalistas como ellos, cuyo discurso catastrofista, arroja a las sociedades democráticas en el desconcierto y la desunión. El objetivo del terrorismo es, precisamente, sembrar la discordia para arrugar el alma de los pueblos. Y esto es lo que debemos evitar, cueste lo que cueste.

Junto al necesario enfoque de la seguridad, los Estados deben replantearse su sistema educativo y hacerlo más transversal. La ética de la convivencia y del respeto del otro es una e indivisible.

La ciudadanía y la transmisión de los valores se identifican con la escuela. La inmunidad de nuestros hijos y de nuestro porvenir contra todos los extremismos necesita una escuela democrática, en sociedades igualitarias, justas y participativas… Una educación en crisis, perteneciente a unas sociedades exclusivas en crisis, crea individuos inestables e influenciables, allá donde se instale.

Este es el caso de miles de jóvenes de aquí y de allí. Abandonados a su suerte, se hunden en una tempestad negra, donde se mezclan los peores frutos de la globalización: ambición líquida, insatisfacción existencial, privación, odio inducido y crisis de identidad.

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