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Estimados señores homófobos

Confieso que no les entiendo.
Escribo esta carta abierta con la esperanza de que alguno de Uds. me responda e ilumine mis desconcertadas entendederas. Entretanto, trataré de encontrar explicaciones en mis libros y en mi pantalla.
 
Quizá mi incomprensión se debe a no haber leído aún la Historia de la Sexualidad de Michel Foucault. He leído otros textos suyos, pero no ése. Fue Foucault un filósofo – homosexual – que buscó siempre llevar a la práctica la máxima «desarrolla tu legítima rareza».
Foucault murió de sida en 1984. «Castigo divino, por fornicador y maricón», interpretarán los fanáticos de cualquiera de las religiones, fanáticos que siguen viendo la mano justiciera de su dios en toda epidemia, incluida la del sida, obviando que quienes más las sufren son los niños, personitas ajenas a ese concepto suyo tan tosco al que llaman pecado.
 
Hasta que consiga leer la Historia de la Sexualidad, buscaré refugio en el diccionario. Homofobia: «Aversión obsesiva hacia las personas homosexuales». Bien; ya sé qué es la homofobia.
Ahora bien… ¿por qué esa aversión?
El miedo y la cerrazón mental, cuando se aparean, engendran un hijo: el odio. Pero más allá del miedo que produce en el animal humano todo lo que le resulta peculiar y extraño, sigo sin entender por qué la hostilidad hacia los homosexuales está aún tan extendida en el mundo, en especial entre los extremistas religiosos y entre sus líderes. Ellos son quienes más a menudo suelen manifestar esa aversión obsesiva de la que habla el diccionario.
No alcanzo a descifrar esa relación entre religiones y homofobia. En los doce años que pasé estudiando en un colegio de curas católicos, la frase de Jesús que tantas veces oí repetir siempre fue: «amaos los unos a los otros». Ni en una sola ocasión en esos doce años escuché decir «amaos los unos a los otros pero odiad con ofuscación a las mujeres que amen a otras mujeres y a los hombres que amen a otros hombres».
 
Y, sin embargo, Benedicto XVI ha dicho hace unos días (llevaba demasiadas semanas sin lanzar sus habituales dardos inyectados de desprecio contra los homosexuales, sus dianas preferidas) que los homosexuales son una amenaza para el futuro de la humanidad.
No, no estaba hablando de la bomba atómica. Ni de un meteorito juguetón y cabroncete. Tan sólo se refería a los matrimonios (¡¡¡civiles!!!) entre homosexuales.
            Creo que no ha de preocuparse usted, santo padre, por la supervivencia de la especie. No hay motivo para ello: la naturaleza ha hecho que llegáramos hasta aquí gracias al deseo sexual entre hombres y mujeres. No olvide usted que casi la totalidad de los siete mil millones de habitantes de la Tierra somos hijos de una relación sexual entre personas de distinto sexo (¡Siete mil millones de cópulas!… No consigo visualizar cuánto es eso en realidad. Toda cifra que supera el “uno por semana” se escapa del alcance de mi comprensión).
Preocúpese usted más bien de ayudar a que los que ahora correteamos por aquí seamos más felices, si me permite el tono imperativo.
Deje usted de una vez de sembrar odios. Ayude de una santa vez a que no haya que recoger tantas tempestades. Permita que sus misioneros – esos hombres y mujeres de los que tendría usted tanto que aprender – difundan la Buena Nueva: que existe un ingenio llamado preservativo que salva vidas y espanta demonios, unos demonios reales que se llaman enfermedades.
 
¡Qué alejados del amor que sus profetas predicaron viven tantos líderes y exaltados religiosos! ¡Cuánta más bondad, naturalidad y cercanía con el mundo real transmiten las palabras pronunciadas por el propio Foucault en una entrevista concedida a inicios de los años ochenta: «El sexo no es una fatalidad. La sexualidad es parte de nuestra libertad […], y es mucho más que el simple descubrimiento […] de nuestros deseos. A nuestros deseos les acompañan también nuevas formas de amor».
AMOR, señores homófobos. Foucault – como tantas otras personas homosexuales – lo que deseaba era amar. Amar libremente. Sin intromisiones en sus vidas y en sus relaciones privadas por parte de aquellos que, creyéndose portavoces privilegiados de sus dioses imaginados, lo que transmiten es ODIO.
 
Permítanme para acabar, señores homófobos destinatarios de esta carta, que les transcriba las palabras que el escritor gay brasileño Jean Wyllys pronunció a propósito de la salida de tono del infalible inquilino del Palacio del Vaticano (lo de infalible no lo digo yo con ironía; lo dice el dogma de la infalibilidad papal, dogma en el que es obligado creer si se quiere uno llamar realmente católico):
«El amor… ¿una amenaza?», se pregunta Wyllys. «El amor es inexplicable: o se siente o no, […] pero para entenderlo, es preciso sentir todo lo que el papa, los cardenales, los obispos… por las reglas de trabajo que eligieron siendo muy jóvenes, tienen prohibido sentir, ya sea por otro hombre o por una mujer. Tal vez por eso no entienden. El amor nunca puede ser una amenaza para la humanidad. Todo lo contrario: el amor es el antídoto contra los venenos que la intoxican».
«Benedicto XVI está equivocado […] Sin embargo, aunque no haya entendido, debería tener un poco de responsabilidad. Sus palabras entran en las cabezas de cientos de millones de personas. Podría usarlas para hacer el bien. En vez de dedicar tanto tiempo a ofender a los homosexuales podría colocarse a la cabeza de los verdaderos males que amenazan a la humanidad, esos que matan, que arruinan vidas […] Benedicto XVI no puede seguir expandiendo el odio contra los gays. No puede decir que, sólo por amar, seamos una amenaza».
 
Clap, clap, clap, clap, señor Wyllys. En mi búsqueda de entender las cosas, creo que Wyllys me ha dado una pista valiosísima. «Tienen prohibido sentir», dice él.
Hay un sentimiento – el del amor en pareja – que siendo grato, que siendo bueno, que siendo natural, sin embargo, les está prohibido experimentar a algunos pastores de rebaños humanos. Por eso tantas ovejas son incapaces de experimentar un mínimo de empatía hacia personas que aman de una forma distinta a la que su doctrina autoimpuesta les estampa en sus cerebros.
 
Como le ocurre a Jean Wyllys, mi gran consuelo ante la barbarie y la inconsciencia de los exaltados de las fes es mi propia fe en el avance de la cultura. Mi fe en que dentro de cien años, un niño, cuando estudie Historia, se pregunte, no sólo por qué trescientos años antes se perseguía el amor entre un negro y una blanca, o por qué doscientos años antes una mujer no podía firmar un contrato sin permiso de su marido, trabajar fuera de su casa, votar… sino que también se pregunte por qué cien años antes se perseguía el amor entre dos mujeres o entre dos hombres. Puede que, incluso, se pregunte por qué antes algunos credos les prohibían sentir el amor en pareja a sus ministros.
Llámenme iluso, si quieren.
 
A la espera de sus respuestas, Sres. homófobos, reciban un cordial saludo.

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