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Este hombre casi me seduce

Nada nuevo dice el señor Bergoglio. Nada que no dijese ya el papa Juan Pablo II, en 2004, a los representantes diplomáticos en el Vaticano

Ignoro, obviamente, qué neuronas se le habrán activado a cada persona, a cada uno de ustedes, a la lectura del título de este artículo. Bajo qué pulsión, que diría Álvaro Pombo, o a qué acepción del verbo seducir ha recurrido su cerebro para interpretarlo. Son las cosas del común lenguaje, del conocimiento propio, del propio pensamiento o de las propias ideas. Riquezas y miserias de la humana condición.

Podríamos ahora, incluso, abandonar la seducción y avanzar hacia el hombre. A qué hombre habrá pensado cada cual que yo me referiré en este artículo, de  cuya acción soy objeto y efecto de su seducción. Qué cosas, verdad, con cuánto prejuicio convivimos sin ser conscientes de ellos.

Pues no, no voy a hablar, escribir, de don Rajoy. Dejo las cosas del señor Mariano, su varia oposición y su estival bis, bis, al estribillo, más parecidas a un reestreno veraniego que a una comparecencia esclarecedora –la única novedad ha sido el éxito nacional de la logopedia: por fin el presidente consiguió pronunciar “Bárcenas”- para mejores y más ardorosas y patrióticas plumas.

Yo quiero escribir hoy –para irritación de los expendedores de bendiciones y de credenciales ideológicas- del señor Jorge Mario Bergoglio, del papa Francisco. Y quiero hacerlo, únicamente, aunque más motivos habría, por lo que podría representar que la máxima autoridad de la Iglesia católica, en su reciente estancia en Brasil, haya dicho que “… La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia de la dimensión religiosa en la sociedad, favoreciendo sus expresiones más concretas…” ¿Un milagro? ¿Una temeridad? ¿Una modernización? ¿Acaso una entrada en razón? Creo que no, y ya lo siento.

Bien es verdad que, a primera lectura u oída, a servidor, víctima también, como usted, de sus pulsiones, casi le sale un ¡Aleluya! de la caja de las esperanzas y las buenas voluntades. Pero -¡Ay, san Pero!- de qué laicidad habla el papa Francisco, en la que no se contemplan otras espiritualidades –ateísmo, agnosticismo, laicismo- sino tan sólo la presencia de la dimensión religiosa en la sociedad, favoreciendo sus expresiones más concretas.

Nada nuevo dice el señor Bergoglio. Nada que no dijese ya el papa Juan Pablo II, en 2004, a los representantes diplomáticos en el Vaticano, cuando amparándose en la parábola “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt:22:21; Mr:12:17;Lc:20:25) afirmó que la laicidad del Estado era legítima.

Pero ojo -¡ay, san Pero, san Ojo y santa Memoria!- que el mismo papa, en el mismo año, se encargó de aclarar que ¡laicidad no es laicismo!, pues éste es intrínsecamente incompatible, según la católica Iglesia, con la libertad religiosa. De aquí que yo prefiera reivindicar la libertad de conciencia, o de espiritualidad.

Contra lo que se pudiese pensar, no es el término laicidad poco usado por la Iglesia católica. Así, para Benedicto XVI, en su intento de santa alianza con otras religiones, la laicidad del Estado jugó un importante papel para enfrentar el laicismo, a fin de defender su común idea de que las religiones son instituciones naturales.

Muchas vueltas le dio Ratzinger al vocablo, a la idea de “laicidad”, pero -¡Ay, otra vez san Pero!- siempre calificada al gusto católico. Será “sana laicidad” cuando no considere la religión como una opción personal, perteneciente al ámbito privado. Sería “laicidad positiva” (laïcité positive) la parida, con perdón, junto a Nicolás Sarkozy para hacerla distinta, y buena, por supuesto, frente a la mala que sería la del laicismo o los laicistas. 

¿Por qué esta necesidad de la Iglesia católica, de las religiones, de alterar con adjetivos el principio de separación de la sociedad civil y de la sociedad religiosa? Porque de incluir no sólo a las instituciones religiosas, sino también a las ateas y agnósticas en su idea de laicidad se garantizaría la neutralidad del Estado respecto de estas y de las varias opciones de conciencia particular y, en consecuencia, el hecho religioso dejaría de ser tenido como consustancial a la naturaleza humana y, por ello, de considerarse merecedor de la especial atención que las religiones constantemente reclaman del Estado.

Menos mal que me acordé de Juan Pablo II, de su “las ideas no se imponen, se proponen”, y, tomando las palabras de Bergoglio por propuesta, me di a la reflexión sobre ellas. Si no, ¡válgame dios!, este hombre me seduce.

Juanmaría García Campal

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