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Estado no confesional

El Gobierno de Zapatero trabaja en algunas reformas legales que sin conocer todavía su alcance, pero por afectar al tema siempre sensible de la religión, comienzan a suscitar reticencias en sectores sociales y políticos influenciados por la Iglesia católica. Son reformas que en la mayoría de los países de la Unión Europa fueron abordadas en su momento incluso por partidos conservadores y que podrían serlo en España por el PP si este partido no se hubiera revelado en su práctica de gobierno escasamente autónomo y en exceso depediente de las posiciones de la Iglesia, en especial en materia educativa y en temas de moral y costumbres.

La reforma de mayor alcance es la que afecta a la Ley de Libertad Religiosa que rige en España desde 1980. El Gobierno se ha inclinado, de manera poco justificada, por modificar esta norma y mantener intactos, en cambio, los acuerdos con la Santa Sede de 1979, que son los que han ofrecido hasta ahora una base jurídica a las posiciones confesionales. Desde la entrada en vigor de la ley, y gracias a esos acuerdos, el modelo de relaciones ha estado escorado de manera ostensible, y a veces jactanciosa, a favor de la Iglesia católica, hasta consolidarla en una situación de privilegio que no se justifica dada la presencia de otros credos.

La otra reforma afecta al Reglamento de Honores Militares y pretende que los miembros de las Fuerzas Armadas que formen parte de comisiones, escoltas o piquetes de acompañamiento de procesiones y otros actos religiosos lo hagan de forma voluntaria y no en contra de su voluntad. Esta reforma era un paso indispensable, y lo que sorprende es que haya tardado tanto, pues esa constricción de la libertad de conciencia de sus miembros no tenía encaje en las Fuerzas Armadas españolas, plenamente adaptadas desde hace tiempo, tanto en su organización interna como en sus objetivos y misiones, a lo que establece la Constitución.

No hace falta entrar en el debate un tanto absurdo e interesado de si el Estado aconfesional es o no también laico para convenir en que el actual Estado español no tiene religión oficial y que, por tanto, debe ser religiosamente neutral. Y aunque pueda aceptarse, como ha dicho el cardenal Rouco Varela, que "el crucifijo pertenece a la historia y a la cultura de España", sin olvidar su imposición en largos periodos por la fuerza e incluso la persecución, ello no autoriza a convertirlo de manera encubierta en símbolo confesional de un Estado que, constitucionalmente, está obligado a respetar todas las simbologías religiosas y a no tener ninguna. Tampoco pueden utilizarse los acuerdos Iglesia-Estado de 1979 como coartada para pasar por encima de la Constitución y las leyes que la desarrollan, como una vez más han hecho algunos obispos ante la reforma de la Ley de Libertad Religiosa. La Iglesia persiste en blandir esos acuerdos en contra de la Constitución, consciente de que el Gobierno ha limitado su capacidad de respuesta al comprometerse a no denunciarlos.

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