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España inmaculada

España es tan contradictoria como su Constitución, ese ejercicio de equilibrismo asimétrico –una parte negociaba con la pistola sobre la mesa– al que algunos aún llaman consenso. Por eso nuestra Carta Magna define a este santo país como “aconfesional”, para después decir que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Como diría Ricky Martin, un pasito p’alante, un pasito p’atrás.

España es un país de aconfesionalidad asimétrica, donde todas las confesiones son iguales pero algunas más que otras. Por eso acabamos de salir de un puente que por un lado se sujeta en el día de la Constitución y por el otro en el de la Inmaculada (ambas sin pecado concebidas).
España es así, señora, y por eso el 30% de católicos practicantes que aún nos quedan –esos que cuando hacen la cuenta se numeran como “media España”– están tan enfadados con esa radical propuesta de ERC, aprobada por el Congreso, que ha pedido al Gobierno que cumpla con lo que dicta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (¡anatema!). La Justicia ha sentenciado que el crucifijo sobra en clase, que el símbolo de la fe de algunos no puede presidir el templo de la educación de todos.

Ante tal provocación, los católicos han tomado dos caminos contradictorios: unos restan importancia al crucifijo, diciendo que no molesta, y otros le dan una importancia suprema, y hablan de un atentado contra la libertad religiosa. Les doy la razón en una cosa: lo de la cruz es simbólico y, aunque sobra en la escuela pública, no se debe sacar de los centros religiosos, que de lo suyo gastan. El problema es que los colegios religiosos, en este inmaculado país aconfesional, se pagan con dinero público.

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