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¿Esencial o accidental?

El pasado mes de noviembre, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo (el mismo que ha determinado la ilegitimidad de Batasuna) afirmaba que la presencia de los crucifijos en las aulas constituye “una violación de los derechos de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones” y que, por tanto, atenta contra “la libertad de religión (y de conciencia) de los alumnos”. El PSOE ha querido ahora llevar (a petición de ERC) dicho debate al Congreso. Pero el Gobierno, manteniendo una actitud éticamente cobarde y electoralmente pedibunda, se ha echado para atrás y ha sucumbido a las críticas de los conservadores afirmando no mantener en su agenda esta iniciativa laicista. La polémica está servida.

Más allá del debate propio acerca de la legitimidad y conveniencia o no de la proposición de ley que aquí se aborda, quiero resaltar, en primer término, la hipocresía de quienes atacan dicha iniciativa refiriéndose a ella como un asunto meramente “accidental”. No seré yo quien les robe parte de razón. Lo admito. Y lo admito porque a veces da la impresión de que la política no llega a ser mucho más que un pasatiempo. Pero, permítaseme decirlo, me parece estrambótico que hablen de temas “esenciales” quienes poco o nada permiten y están dispuestos a construir (llámese Pacto de Educación), y quienes -a poco sentido común que tengan- seguro entienden que la Historia es un camino escarpado y accidentado repleto de piedras puestas en tierra cuando ya el barro hace tiempo que está duro.

Lo que quiero decir es que esté o no la sociedad española lo suficientemente madura para interiorizar la reforma –vía legislativa- de costumbres rancias y ya caducas o no, estarán conmigo en que a veces el Estado ha de estar por encima de hábitos discriminatorios. En que el Estado ha de imponer su criterio racionalista sobre asuntos que, lo reconozco, o no interesan o inquietan demasiado a una opinión pública indiferente o la movilizan en contra de dicho asunto.

En este sentido quiero advertir que respeto sinceramente el sentimiento de quienes muy mayoritariamente se han manifestado en contra de esta proposición de ley en las encuestas. E incluso yo mismo soy de los que opinan que a mí personalmente no me ofende en absoluto una cruz encima de un encerado, y que la religión cristiana ha tenido un papel primordial en la formación y configuración de la cultura occidental (sería absurdo negarlo). Pero mi sentido común, por el contrario, me dice que estamos ante un mundo constantemente cambiante, mutable, complejo, polimórfico, globalizado; un mundo que ha de respetar -por pura ética ciudadana- los derechos de todas las personas, sean éstas integrantes de mayorías o de minorías sociales y/o religiosas. Que nadie es más que nadie, y triste del que piense lo contrario. Y me dice también ese sentido común que, por esa misma razón, el Estado ha de intervenir allá donde se ve halle la discriminación y la parcialidad. A pesar de la presión del electorado contrario a esas iniciativas y a pesar de las críticas de los sectores conservadores de este país (tan parcos en razones pero tan archimillonarios en apoyo ciudadano).

El Estado español se declara en su Constitución, cosa que se olvida fácilmente, aconfesional. Esto es, laico. Y me da una profunda pena que haya personas –columnistas de medios no ya conservadores sino rancios, miembros de la jerarquía eclesiástica, o políticos ignorantes- que, primero, no entienden o no quieren entender lo que significa la laicidad; y, segundo, que confunden deliberadamente lo que es el laicismo con lo que es anticlericalismo, ateísmo, o agnosticismo. Personas, en fin, que no sé por qué extraña razón (sino por ver más peligrar el privilegio del que aún gozan que herida su sensibilidad cristiana) se sienten agredidas cuando se hace valer el laicismo constitucional en disposiciones legislativas tendentes a identificar a la sociedad con la Constitución que le ampara.

Veamos. Laicismo, según la RAE, es la “doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”. Laicismo, no es por tanto, una doctrina que vaya en contra de religión alguna ni que (como el anticlericalismo) condene la existencia de los valores religiosos cristianos, sino una doctrina que busca la libertad de conciencia y la no imposición de normas o valores morales particulares de ninguna religión en concreto (sea esta socialmente mayoritaria o no). Laicismo, por tanto, es que si yo [caso hipotético] soy judío y además español, y pago mis impuestos como cualquier ciudadano español de pura cepa, tengo que tener el derecho a que mi hijo (español por nacer en España y judío porque así le educo yo en privado y yendo a mi sinagoga habitual) no se vea en la obligación de ir a un colegio donde la imagen que identifique al aula (más allá del retrato del rey al que acepto y respeto por encarnar los valores constitucionales de nuestra democracia hoy por hoy) sea una crucifico, porque eso me ofende. Y entiendo que no le ofenda a un cristiano indiferente a esta polémica, pero a mí sí. A mí, como a cualquier ciudadano de otra confesión, o a cualquier ciudadano ateo. Y creo que eso es entendible. Al menos cuando hablamos de escuelas públicas (otro caso son las escuelas concertadas, y más aún las privadas, ya que quien pague la educación de sus hijos sabe dónde lo lleva, cuál es el código que rige dichos colegios, y a que se atiene). [1]

Pues bien, si ya me da pena que haya quien lo confunda todo, más pena me da aún que ahora el PP y otra serie de personalidades que vienen denunciando lo que tildan de «intolerancia laicista» vengan a decir, no sólo que Zapatero vuelve a hacer gala de su política divisionista y extemporánea, sino que “siempre hay minorías que se ofenden por todo” y que más vale “que cierren los ojos” (Rouco Varela dixit); o que “hay que ser fanático o intransigente para sentirse agredido por el crucifijo, la Estrella de David o la Media Luna Roja” (Gómez Trinidad). Sinceramente, me gustaría ver qué opinaría este diputado popular que tanto acepta la simbología religiosa judía y musulmana si el Gobierno decidiese, en vez de quitar crucifijos de las aulas, acompañarlos de este tipo de símbolos. ¡Seguro que no le haría tanta gracia y echaría sapos y culebras por la boca!

Pero le hiciera gracia o no, y echara escuerzos y reptiles o no por la boca, la cuestión se centra en que visto desde una objetiva frialdad resulta anacrónico vivir en 2009 y andar a vueltas con este tipo de embrollos. Nuestro Estado laico es laico sólo de nombre, y por eso ha de conducirse con medidas como esta que abordamos aquí hacia la laicidad. Porque la laicidad es sinónimo de justicia si se entiende positivamente y no desde términos de intransigencia. Y porque la laicidad no es un principio, ya he dicho mil veces, que atente contra el cristianismo, ya que como dijera Fernando Savater: «en la sociedad laica tienen acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie. De modo que es necesaria una disposición secularizada y tolerante de la religión, incompatible con la visión integrista que tiende a convertir los dogmas propios en obligaciones sociales para otros o para todos».

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