La sentencia del Supremo de EE UU sobre el aborto es un triunfo de las personas arcaicas que consideran a las mujeres recipientes, objetos de uso y de disfrute por cuenta de otros
Que no nos engañen con conceptos y legajos, con artículos y palabros que esconden la realidad. La sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos contra el aborto es esto: unos jueces en una vetusta sala han votado por volver a poner una bandera en los ombligos de las mujeres, una bandera que clama que los cuerpos femeninos son propiedad y usufructo de otros.
Quizás estos jueces se consideran virreyes del mundo, o portadores de la palabra de dios. Pero son personas perdidas en el viejo concepto de pureza —de raza, de sexo, de clase y de religión—, ajenas a la vida cotidiana de sus contemporáneos. Son personas a las que no les importa la realidad social de millones de mujeres: adolescentes de 17 años, abogadas de 44, madres de cuatro hijos en sus treinta, actrices enfermas bordeando los 40 o dependientas sin trabajo de apenas 20, violadas o no. No entienden que todas ellas son personas con derecho a hacer lo que quieran con su propio cuerpo y decidir sobre lo que sucede dentro de él.
Estos jueces se han arrogado el poder de intervención sobre una cuestión fundamental —permitir que un embrión dentro de las entrañas de una mujer llegue a transformarse en un ser vivo, o no— que afecta a la mitad de la población de su país. Encerrados en su decrépito laberinto, se atribuyen la capacidad de administrar esos cuerpos, de tutelar sus destinos, mandar en su sexualidad y su capacidad de reproducción. Son virreyes sin corona ni castillo, deseosos de regentar los cuerpos de las mujeres. Ese cuerpo.
Este movimiento hacia atrás, este ataque frontal a los derechos de las personas tiene un nombre: se llama biocontrol, y se desarrolla dentro de un sistema biopolítico que quiere retener lo que ya se está escapando: el mando sobre el cuerpo femenino. Ese cuerpo al que se debe gobernar por cuenta de otros, como si la persona que lo habita —una mujer— fuera una incapacitada para mandar en su propia existencia. Como si fuera una extensión o un apéndice de otro. Ya lo lleva advirtiendo desde hace mucho tiempo, y lo volvió a repetir en este mismo periódico la periodista y escritora estadounidense Gloria Steinem, Premio Príncipe de Asturias en 2021: “el autoritarismo comienza con el control en el cuerpo de las mujeres”.
La sentencia del Supremo es un triunfo de los que creen que pueden decidir y hacer uso de esos cuerpos cuando quieran, los que los consideran recipientes, objetos de uso y de disfrute por cuenta de otros. Es un triunfo de personas arcaicas, en cuerpo y alma. Un triunfo, también, de los que hablan de coger los pussies por detrás, de los quieren a las mujeres vestidas de conejitas porque quizás les gustaría que lo fueran. De los que consideran que tienen algo que decir —y que todo lo que piensan y dicen es importante— sobre los que hacen esos cuerpos que pertenecen a personas que no son ellos. Es el triunfo de unos pobres hombres.
En este mundo nuevo que está naciendo, turbio y reluciente, donde se empieza a cuestionar la servidumbre de tantos bajo el poder de unos pocos y, a la vez, en un mundo que se mueve hacia la distracción infinita, esta sentencia no es una noticia más. Es un golpe real. Un golpe duro y correoso. Por eso ahora es tiempo de no dejarse distraer más. Hay prestar atención y concentrarse. No deberíamos apartar de nuestra mirada de ese golpe y no deberíamos dejar que pase sin más.
Esta sentencia es también un anuncio de neón que dice así: nunca hay que bajar la guardia, y siempre hay que pelear por lo evidente. Porque en este mundo post-Roe se está abriendo la puerta al recorte de otros derechos, con una diferencia radical respecto a tiempos anteriores: ahora existen compañías tecnológicas con capacidad para vigilar, detectar, recoger e informar sobre cualquier tipo de datos. También los datos relacionados, por ejemplo, con inicios de embarazo y sus posibles interrupciones.
Este seísmo supuestamente legal —lleno de lagunas morales, como es el caso de que un puñado de jueces ultraconservadores fuercen revertir técnicamente un acuerdo social histórico entre la población estadounidense de hace más de 50 años— tiene un aspecto no tan fúnebre. Es un mazazo que despierta. Es una piedra en el camino hacia la libertad, una libertad muy específica, renegada una y otra vez a lo largo de los siglos: la libertad del cuerpo, las almas y los pussies de las mujeres. Es esta una pelea larga, pero es de esas que vale la pena. Y somos millones de personas, de todo tipo y condición, las que creemos en ella. Hace cerca de cien años la maravillosa cantante de blues Bessie Smith ya nos lo explicaba muy bien a todos en su canción Ain’t nobody business: lo que yo haga no es asunto de nadie.