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Escuela de eutanasia en Bélgica

Médicos, enfermeros y psicólogos acuden a clases en Bélgica para aprender a ayudar a morir al paciente sin errores

El profesor explica cómo quitar la vida correctamente. Los alumnos toman notas en silencio y alzan la mano para ahondar en los detalles del procedimiento. No quieren acabar declarando ante un juez. La sala, a la entrada del hospital de Lieja, está casi llena. Unos 60 jóvenes y mayores. Tres cuartas partes son médicos, el resto enfermeros y psicólogos. Han pagado 25 euros por asistir a una de las seis sesiones formativas que cada año organiza en Bélgica la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente. Dicho más brevemente: están aprendiendo a practicar eutanasias.

El primero en tomar la palabra es el anestesista belga François Damas. Recientemente jubilado, ha realizado más de 150 eutanasias durante su carrera, y pese a haber terminado su etapa laboral, sigue ayudando a morir legalmente a los que cumplen los requisitos. Micrófono en mano, insiste en la importancia del acompañamiento al paciente en todo momento, desde la solicitud hasta el día final. Se sabe bien el discurso. Lleva años repitiéndolo en Francia, donde es invitado con frecuencia a hablar en medio de un intermitente debate sobre su legalización. Para Damas, la lucidez del enfermo al pedir la eutanasia es la gran diferencia frente a otras fórmulas para aplacar el dolor como la sedación terminal, practicada en España o Francia.

Sentada en las primeras filas le escucha Dominique Pitz, de 67 años. Estudiante de español en sus ratos libres, esta médico generalista ha dejado las clases de idiomas porque no se concentra. En septiembre, un antiguo director de colegio de 75 años enfermo de párkinson le pidió la eutanasia. Desde entonces, su cabeza bulle ante la idea de hacerse cargo por primera vez de esa responsabilidad. En su memoria está lo sucedido hace 14 años con una paciente, cuando tras el largo proceso hasta obtener el consentimiento y varias noches sin dormir por los nervios del estreno, la naturaleza se le adelantó. “Durante el fin de semana la había visto ya muy somnolienta, y cuando llegué el lunes por la mañana con todos los productos para practicar la eutanasia acababa de morir”.

Sobre el papel, cualquier médico está capacitado para practicar una eutanasia, pero los más experimentados insisten en que la teoría de las aulas universitarias es insuficiente. “Voy a parecer un poco severa, pero cuando hablamos de poner fin a la vida, no nos podemos permitir ningún error. Ni en la técnica médica, ni en la atención psicológica”, advierte Jacqueline Herremans, de la asociación por una muerte digna.

Precisamente para eso, para no cometer fallos, se ha inscrito Pitz. El curso ayuda a conocer la ley aprobada por el Gobierno belga en 2002 y evitar así sobresaltos. En noviembre, tres médicos se convirtieron en los primeros en ser llamados ante un tribunal belga acusados de envenenamiento. La familia de una mujer denuncia que le realizaron una eutanasia pese a no padecer una enfermedad incurable, una de las estrictas condiciones para recibir la inyección.

Junto a los conocimientos técnicos que aporta, la clase es una reivindicación de la eutanasia frente al empeño de algunos médicos por mantener al paciente con vida a toda costa, un propósito que califican de ensañamiento terapéutico. “La eutanasia es reapropiarnos de nuestra muerte. Oímos que en Francia no lo aceptan. En Bélgica hemos superado esa etapa, podemos estar orgullosos”, saca pecho uno de los conferenciantes. En la pantalla, una viñeta avala la tesis de la eutanasia como acto de compasión. Un hombre crucificado se queja: “Me duele”. Otro responde indiferente: “Ya pasará”.

Pitz, con la fecha de su primera eutanasia aproximándose, reconoce que vive con cierto conflicto interno. “No estoy programada para eso, estoy programada para salvar vidas”, admite. Los expertos dicen en un momento de la charla que aliviar el dolor es una obligación deontológica del médico, y la clase se adentra en senderos existenciales. “El médico debe llegar con el paciente a la convicción de que no hay otra solución”, dice a los presentes la filósofa Marie Lucie Delfosse.

El médico belga que ayuda a morir a los franceses

El 80% de los pacientes que se someten a una eutanasia con Yves de Locht provienen del país vecino

Yves de Locht es el último hombre en llamar a la puerta. El médico que clava la jeringuilla y observa la vida desvanecerse en segundos. Y un recurso desesperado para los franceses encadenados a los sufrimientos de la enfermedad terminal. La explicación parece sencilla. En Bélgica la eutanasia es legal desde 2002. En Francia está penada con cárcel. La muerte, para algunos un deseo que no acaba de llegar nunca, aguarda a solo una frontera de distancia. Y De Locht cumple puntualmente con la última voluntad de sus vecinos del sur: unos 80 de los 100 pacientes a los que ha ayudado a morir eran franceses.

En la cocina de una amplia casa de dos plantas en Rhode-Saint-Genèse, una localidad flamenca situada a media hora en coche de Bruselas, De Locht retrata la muerte como un regalo para aquellos que malviven sumidos en padecimientos infernales. En la pared, un grabado de su esposa, dedicada al arte, muestra el caos de un desastre natural. Sobre la mesa reposan dos de sus diarios, un conjunto de anotaciones concebidas para no olvidar las frases de algunos de sus pacientes antes de morir. “Gracias por aliviarme, estoy tan cansada…”, dice una de ellas. Se llamaba Cathy y tenía ELA. Privada del habla, la escribió con la retina letra a letra gracias a un dispositivo capaz de detectar la dirección de su mirada. Al lado de los cuadernos, el destilado de esos 10 años de recuerdos desde su primera eutanasia: un libro titulado Doctor, devuélvame mi libertad —sin traducción al español—.

La obra, junto a sus habituales viajes al país para impartir charlas o verse con diputados en la Asamblea Nacional, han colocado a De Locht en el radar de los franceses golpeados por enfermedades incurables. Sus servicios son cada vez más codiciados ante la falta de alternativas en sus hospitales. Aunque Francia vive en permanente debate sobre la legalización de la eutanasia, por ahora solo se autoriza la sedación terminal. La solución es insuficiente para De Locht. Y ha sido criticada por la escritora Anne Bert, una de las que emprendió el camino sin retorno a Bélgica. “¿Dormir a un enfermo para dejarlo morir de hambre y sed es de verdad más respetuoso con la vida que ponerle fin administrando un producto letal?”, reprochó en una carta abierta a la ministra de Salud francesa, Agnès Buzyn.

Si en muchos casos los belgas eligen morir en la habitación de su propio domicilio, cuando se trata de foráneos la única posibilidad es la frialdad de un hospital desconocido. Bert nunca le perdonó a los políticos franceses que le impidieran despedirse en su país en un momento de tanta vulnerabilidad emocional. “Es escandaloso que tengamos que ir al extranjero a morir con dignidad, como en la época en que las mujeres tenían que huir para abortar”, comparó. Sus reflexiones previas al adiós las plasmó en el libro El último verano(Editorial Kailas).

Enferma de ELA, su escapada a Bélgica para morir en un hospital hace poco más de un año generó conmoción en Francia. Y produjo un cierto efecto llamada entre los que soportan dolores similares. La asociación belga por el derecho a una muerte digna ha advertido de que los médicos están desbordados y no pueden absorber la demanda de pacientes franceses. La entidad recibió del país vecino 354 solicitudes de eutanasia en 2017, casi una al día. Suponen tres cuartas partes del total de extranjeros, sin contar las que se realizan directamente a los médicos. De Locht solo acepta una de cada cuatro. Ninguna de menores —en Bélgica es legal con permiso paterno—, pacientes psiquiátricos, familiares o amigos. Como máximo accede a aplicar una eutanasia al mes. “No quiero hacer más”, admite.

El desgaste es grande. Cada caso implica abrir un dosier, reunirse con el enfermo y sus familiares, desplazarse a la farmacia a adquirir los medicamentos, practicar la eutanasia y enviar un documento a la comisión que vigila su correcta ejecución. “Es mucho trabajo. Y no te hace rico”, bromea. El paciente abona al médico unos 80 euros, aunque los gastos se multiplican si quiere pernoctar en el hospital: dormir en una habitación supera los 1.000 euros la noche.

Más duro para los extranjeros

El especial enfoque del médico belga en pacientes foráneos le convierte en una rara avis entre los más de mil sanitarios que la aplican en todo el país. Pese al alud de peticiones, las que prosperan siguen siendo residuales. Los extranjeros representaron en 2017 menos del 1% de las más de 2.300 personas que se sometieron a una eutanasia en Bélgica. Aunque el idioma común ayuda, no todo el mundo está preparado para recorrer cientos de kilómetros y morir en tierra extraña. Deben acudir a Bélgica dos o tres veces antes de la eutanasia porque la ley obliga a que el médico los examine para aceptar su solicitud. “Pese a que a veces están tan enfermos que les cuesta levantarse de la cama para llegar el salón, toman trenes o atraviesan carreteras durante horas solo para oírme decir que acepto su dosier”, dice De Locht impresionado.

La negativa de los servicios médicos belgas no detiene a algunos de los enfermos franceses. Suiza, donde el francés también es lengua oficial, es otra alternativa. La desventaja es su elevado precio: en el país helvético el coste se eleva por encima de los 10.000 euros. Y el método es diferente. No es el médico quien empuja el émbolo de la jeringuilla para provocar la sobredosis de barbitúricos. Se trata de un suicidio asistido en el que el propio paciente ingiere la dosis mortal por vía oral o intravenosa bajo supervisión.

El creciente éxodo de franceses ha provocado cierto malestar en el Gobierno de Macron. La ministra de Salud censuró en unas declaraciones la supuesta facilidad con que se obtiene la eutanasia. “Cualquiera puede morir en Bélgica. Basta pedirlo tres veces, aunque no se esté enfermo o se tenga una patología incurable”, reprobó. El comentario de Buzin no sentó nada bien al otro lado de la frontera. Sobre todo porque no es cierto. La ley belga es clara sobre los requisitos: el paciente debe sufrir una enfermedad incurable y haber manifestado cuando estaba lúcido su voluntad de morir con ayuda.

De Locht se crio en una familia católica, y se define como agnóstico. Pero la eutanasia ha sobrepasado a la religión en Bélgica. Hay médicos cristianos que la practican. Y su primera eutanasia, allá por 2008, fue a un cura católico. “Me dijo que su fe era una cosa y la salud otra”. El día de su estreno, los nervios le atenazaban. Pasó dos o tres noches sin dormir. Y en esas horas de insomnio, pese a sus más de tres décadas de experiencia como médico generalista, temía cometer algún error. Pasado el trámite, los sentimientos son contrapuestos. “Hay tristeza, pero no solo eso. Recortas el sufrimiento y sientes una cierta serenidad”.

Sobre la expansión de la eutanasia en el futuro no alberga dudas. Augura que el goteo de países que adaptarán su legislación para acercarse al modelo belga está por venir. “En Europa la sociedad evoluciona. Un día Francia y España se verán obligadas a ir hacia ese camino. Hay demasiada demanda”.

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