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Escándalo político-cultural en egipto

La atmósfera en la que acaban de celebrarse las elecciones en Afganistán es elocuente de un fenómeno que prevalece en la casi totalidad del mundo musulmán, a saber, la centralidad política y social conferida a la fe religiosa, y por ende, la posibilidad de que los presuntos abanderados de la palabra de Dios sean, en mayor o menor medida según el caso, quienes moldeen el carácter general del Estado.

Uno de los ejemplos más extremos es el de los talibanes, quienes lograron imponer en Afganistán durante más de una década la ley islámica en su versión más extrema y cruel, y a pesar de los reveses que sufrieron desde que fueron despojados del poder en 2002, siguen aspirando a recuperarlo. Por ello, intentaron sabotear mediante la violencia asesina las elecciones de corte democrático celebradas en esa nación el jueves pasado. Ejemplos de situaciones similares pueden encontrarse en los diversos países musulmanes, aunque es evidente que el grado de radicalismo de los militantes de la fe varía enormemente de un lugar a otro.

Casualmente Egipto muestra en estos días cómo a pesar de ser uno de los Estados árabes con más amplios contactos con Occidente en una infinidad de áreas, sigue atrapado en los dilemas derivados de un alto protagonismo de las corrientes religiosas en la política y la cultura en general, de tal suerte que, como ocurre en la mayoría de las naciones musulmanas, el secularismo es comúnmente equiparado con la blasfemia, la cual a su vez es considerada pecado mortal. Esto viene a colación por la tormenta de declaraciones y amenazas que se han registrado en el País del Nilo a resultas del otorgamiento al intelectual Sayed al-Qimni, del premio del Estado al Mérito en Ciencias Sociales que emite anualmente el Ministerio de Cultura.

Organizaciones como la Hermandad Musulmana y la Jamaa al-Islamiya, lo mismo que diputados, abogados e intelectuales identificados con una militancia religiosa que preserve oficialmente a la nación dentro de los marcos normativos de la sharía o ley islámica, han protestado airadamente por la premiación de que ha sido objeto al-Qimni. Acusan a éste de apostasía y se manifiestan indignados de que el Estado haya otorgado este premio, dotado de cerca de 36 mil dólares, a un hombre que si bien se declara públicamente creyente, asume posturas favorables al pensamiento libre y secular, rehusándose a ceñirse al dogmatismo extremo de los fundamentalistas. Se han registrado por tanto, amenazas de muerte contra el galardonado, lo mismo que intentos de demandar judicialmente al Ministro de Cultura, Farouk Hosni, por haber aprobado la premiación de Qimni, alegando que “El Ministerio de Cultura debe proteger a la juventud contra el vicio y la corrupción… debe revivir la cultura islámica de Egipto en lugar de estar alentando a los seculares.”

Es interesante cómo tanto al-Qimni como quienes lo defienden enfrentan las acusaciones de sus enemigos con argumentos que se empeñan en negar rotundamente que él sea un apóstata o un incrédulo del mensaje del profeta Mahoma. Más bien la defensa afirma que la de al-Qimni es una fe menos rígida y más libre en sus interpretaciones, pero nunca una negación de la indiscutible verdad y santidad del Corán y sus mensajes. Y en este contexto hay que tener claro que a diferencia de lo ocurrido históricamente en Occidente, donde a partir de la época de la Ilustración fue cobrando legitimidad el espacio de lo secular convirtiéndose el espíritu laico en una de las bases más sólidas para la construcción de los Estados modernos, no hubo nunca en tierras musulmanas un desarrollo similar. Al no haberse dado ahí una separación clara entre religión y Estado siguen prevaleciendo valores similares a los de la Edad Media europea cuando la Iglesia y los gobernantes comprometidos fielmente con ella, quemaban herejes en las hogueras como castigo merecido y forma única de salvarse de tan ignominioso pecado.

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