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Es la religión, estúpido

Mientras buena parte de la población se siga creyendo en posesión de verdades absolutas, seguiremos sufriendo absurdas barbaridades como la que acaba de padecer Francia

El terrible atentado (como si un atentado pudiera ser de otra manera) contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo, vuelve a remover los miedos tribales que nos persiguen desde las cavernas. La discusión sobre el peligro del islamismo radical para nuestra civilización es motivo de debate en las tertulias y de sesudos artículos entre los que no aspira a estar éste que leen. La derecha cristiana se decanta por destacar las diferencias que existen entre una y otra religión, intentando reforzar con ello la idea del peligro que supone el crecimiento de la segunda. La izquierda busca razones sociales, malas o inexistentes políticas de integración (los terroristas son franceses de nacimiento) y contagio de países en permanente crisis quizá por interés de Occidente. Pero ambas visiones se olvidan de la semilla, del germen que provoca esta situación, y que no es otro que la misma existencia de la religión.

Para unos los enemigos son los musulmanes, para otros los cristianos, los judíos, los hinduistas y para la humanidad lo son las religiones en general. Abu al-Ala Al-Ma’Arri, filósofo y escritor árabe del siglo X, escribió: “En el mundo existen dos clases de hombres: hombres inteligentes sin religión y hombres religiosos sin inteligencia”. Sería muy simplista mantener que todas las personas religiosas son estúpidas y que todos los ateos son inteligentes; pero sí es seguro que, como escribió John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos: “Este mundo sería el mejor de todos los mundos posibles si no hubiera ninguna religión”.

La religión nace de la sinrazón, del desconocimiento, de la superstición y, fundamentalmente, del miedo. Semejantes padres sólo pueden engendrar monstruos. Quizá hubo un momento de la humanidad en el que las religiones ayudaron a mitigar el miedo por lo desconocido, pero a un precio que seguimos pagando, y de qué manera, en la actualidad. Nuestra sociedad, la occidental, ha conseguido domesticar en gran manera a la bestia. Muchos se declaran religiosos por tradición, sin que practiquen ni terminen de creer en ese Dios que les inocularon desde el mismo día de su nacimiento. Es una religiosidad de bazar chino, de como apenas me cuesta nada me lo quedo por sí las moscas.

Los no creyentes, ateos o agnósticos, pecamos de un excesivo pasotismo con respecto a los creyentes. Como si no tuviera que ver nada con nosotros y como si no nos pudiera hacer ningún mal. Asistimos a oficios religiosos por no hacer un feo, dejamos que den religión en los colegios a nuestros hijos, escuchamos con falso interés a quienes vienen a vendernos la salvación a la puerta de casa, nos hace gracia que un ministro conceda una condecoración a una virgen, pagamos impuestos para que los señores obispos vivan como tales y un sinfín de concesiones que parecen inocuas, pero que mantienen vivo el germen de lo irracional. De la misma manera que a determinada edad a los niños se les explica la verdad sobre los Reyes Magos, Papa Noel o el ratoncito Pérez, la humanidad, después de varios milenios de desarrollo científico, ha llegado a un punto el que debemos dejar de tratar a los creyentes con condescendencia, haciéndoles ver, siempre de una manera extremadamente respetuosa, que no es sano el que sigan viviendo una irracional fantasía.

La única manera posible de combatir el extremismo religioso es utilizar las armas de la razón. Jamás usando la prohibición, ni la coacción, sólo la educación basada en el conocimiento. Mientras buena parte de la población se siga creyendo en posesión de verdades absolutas, seguiremos sufriendo absurdas barbaridades como la que acaba de padecer Francia esta semana y la humanidad desde hace miles de años.

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