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Equilibrio necesario

SIGO sin entender la objeción global (sí algunas puntuales) de ciertos sectores católicos a Educación para la Ciudadanía.

Lo que singulariza más profundamente a un cristiano no son los dogmas en que crea, la jerarquía que obedezca o los ritos que siga, sino el bien que haga.

SIGO sin entender la objeción global (sí algunas puntuales) de ciertos sectores católicos a Educación para la Ciudadanía. Lo que singulariza más profundamente a un cristiano no son los dogmas en que crea, la jerarquía que obedezca o los ritos que siga, sino el bien que haga. La vida de Jesús Nazareno empezó con los ángeles anunciando la paz a todos los hombres de buena voluntad, terminó con el centurión pagano diciendo al pie de la cruz “Verdaderamente este hombre era justo” y fue así de sencillamente resumida por san Pedro: “Pasó haciendo el bien”. Ponerse de acuerdo en qué sea la buena voluntad, lo justo y hacer el bien no es fácil; pero tampoco es imposible. En todo caso urge hacerlo, llegando a consensos éticos de los que no pueden estar ausentes ni la tradición religiosa ni la ilustrada, ni la moral revelada por inspiración sagrada ni la desvelada por el pensamiento.

La religión sin la contención del laicismo (que no es la agresión a lo religioso que a veces se entiende, sino la doctrina que defiende la independencia del hombre, la sociedad y el Estado respecto de cualquier organización o confesión religiosa) degenera en ese sueño de la razón que produce monstruos de superstición e intolerancia. La razón sin la contención de la religión puede degenerar en ese otro sueño que produce monstruos explotadores y totalitarios. La historia nos ha enseñado, al precio de mucho sufrimiento, que de las hogueras de la Inquisición y de las chimeneas de Auschwitz surge el mismo humo, aunque en un caso los cuerpos se quemen en nombre de la pureza de la fe y en el otro de la pureza de la raza, de una religión milenaria o de una moderna ideología atea.

Una sociedad sometida a lo religioso es necesariamente integrista o fundamentalista, opresiva e intolerante. Pero una sociedad por completo carente de referencias religiosas –como la neopagana del nacional- socialismo o la materialista del comunismo y el capitalismo extremo– está igualmente condenada a sufrir otras formas, a veces más letales por más eficaces, de opresión. El integrismo o el fundamentalismo son las enfermedades de las sociedades teocráticas; el totalitarismo o la explotación, las de las sociedades ateas.

Por eso creo profundamente que la religión y el laicismo ilustrado (ojo: ilustrado, no neoliberal y consumista) se necesitan la una al otro como fuerzas opuestas, pero no enemigas, siempre en tensión, pero no en lucha, para lograr el equilibrio que precisa el ser humano para desplegarse sin aplastar, ofrecerse sin imponer, respetar sin inhibirse de sus obligaciones y tolerar sin indiferencia.

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