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Encuentros en la segunda fase

El anteproyecto de Ley Orgánica de Educación (LOE), que va a sustituir a varias Leyes Educativas (LOGSE, LOPEG y la controvertida LOCE), no propone nada nuevo en torno a la enseñanza de las religiones en la escuela. Su disposición adicional segunda es prácticamente igual a la disposición adicional segunda de la LOGSE y en ella se establece que, estas enseñanzas, se ajustarán a los acuerdos vigentes con el Vaticano o a los que se pudieran suscribir o se hubieran suscrito con otras confesiones.
 
        No aporta ninguna pista acerca de la situación en la que quedan las enseñanzas alternativas a la religión. Mucho me temo que el debate abierto en torno a las mismas sea ficticio, como el chorro de tinta de un calamar perseguido, promovido por un sector del PSOE virtualmente laico, que pretende, sin mucho entusiasmo, que el Gobierno sitúe la enseñanza de las religiones en un horario extremo (“en los picos”, según la jerga de la Jefatura de Estudios) para no obligar al alumnado que no ha optado por la asignatura confesional a permanecer en el centro contra su voluntad (o la de sus progenitores).

Como, al parecer, este “progresista” Gobierno quiere dar por finalizado el debate sobre la religión en la escuela con un contundente  epitafio a la manera de un parte de guerra: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército laicista, las tropas confesionales han alcanzado sus últimos objetivos educativos. La religión se queda  en la escuela para siempre”;  voy a tratar de fundamentar, en las siguientes líneas, por qué la enseñanza alternativa a la religión no puede ser obligatoria y, como consecuencia, explicaré las razones por las cuales  la religión debe quedar fuera del ámbito escolar. Y  a mi trabajo acudo, preparado para  desgranar la Norma y  describir la realidad incontestable de los hechos.

El valor educativo de una determinada enseñanza queda definido por su relación con el currículo, es decir: por su contribución al logro de los Objetivos Generales de Etapa y por  su evaluación, entendida como la valoración de los progresos del alumnado para   mejorar su aprendizaje y la  práctica educativa, a partir de unos criterios establecidos previamente,  sustentados   en unos contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales, que el alumnado ha de desarrollar. Así pues, unas enseñanzas que no desarrollen el currículo ni sean objeto de evaluación, carecen, a mi juicio, del valor educativo formal que se les supone a las demás materias y, por lo tanto,  no deberían formar parte del conocimiento escolar obligatorio, es decir, de aquel  que el alumnado ha de asimilar durante el periodo lectivo.

El artículo 3.1 del aún vigente RD 2438/1994, por el que se regula la enseñanza de la religión en los centros escolares, contempla la organización de las enseñanzas alternativas a la religión (enseñanzas complementarias) en horario simultáneo a las clases del área de religión, especificando, además, que las mismas no versarán sobre contenidos incluidos en las enseñanzas mínimas y en el currículo de los respectivos niveles educativos. Así mismo, según su artículo 3.4, éstas enseñanzas complementarias serán obligatorias para el alumnado que opte por no recibir enseñaza religiosa, pero que no serán objeto de evaluación ni tendrán constancia en los expedientes académicos.

De lo anterior se deduce que los alumnos/as que reciben enseñanzas  alternativas a la religión están desarrollando unos contenidos no curriculares, sin criterios de evaluación definidos y sin  relación con los Objetivos Generales de la Etapa ni con los Objetivos Específicos de las diferentes áreas. Es decir, están obligados a permanecer en el centro, una o varias horas semanales, para que los que sí han optado por la enseñanza confesional  desarrollen el currículo de esta asignatura; pero no pueden avanzar en los contenidos curriculares obligatorios, para evitar su discriminación, ya que los primeros aprenderían más. Son, en definitiva,  rehenes del tiempo dedicado a la religión.

Desde esta perspectiva, unas enseñanzas  con estas características, es decir,  extracurriculares,   deberían ser opcionales, de la misma manera que las enseñanzas impartidas en el centro por las tardes, dentro del Plan de Apoyo a las Familias o en la academia de turno, por ejemplo.

Pero esto es la teoría. La práctica es caótica y, sobre todo,  discriminadora, pero en sentido opuesto: Niños y niñas de Infantil o de Primaria segregados de su grupo,  “aparcados” por las creencias familiares minoritarias (religiosas o de otro tipo), en la dirección, en una tutoría, en la sala de profesores, en otra clase, con otro grupo de alumnos/as o  en  una biblioteca, acompañados (?) por su tutor/a o por cualquier otro maestro/a; haciendo unas cuentas, un dibujo, unas actividades de lectura-escritura o un rompecabezas, ¡qué mas da! ¡Cuántos padres y madres habrán aceptado, a regaña-sesos,  la clase de religión para sus vástagos, antes que verlos marginados de esta manera tan “sutil”!

En Secundaria, la segregación se torna  inutilidad y plantea otro tipo de problemas. Sin unos contenidos curriculares y sin evaluación, el alumnado se enfrenta a una “asignatura” sin valor académico, equivalente a una hora “libre” y el profesorado, a unos alumnos/as armados de razones para no prestarle el más mínimo interés. Salvo notables excepciones, de esta  interacción alumnado-profesorado emerge una  imagen  desoladora: la  de que nuestros hijos/as están perdiendo el tiempo. Ante esta situación, motivada por una normativa que desplaza  la alternativa a la categoría  de asignatura extracurricular e inútil, algunos progenitores se sienten arrastrados  a  matricular a sus hijos/as en  clase de religión, en contra de la tendencia  del alumnado a dejarla de lado en la ESO y en el Bachillerato. Como en Infantil y en Primaria, otra batalla ganada por  la asignatura doctrinal a su desprestigiada alternativa.

Ante este dislate, un atento e inteligente lector, incluso con ciertas tendencias laicistas, podría considerar necesario y conveniente otorgarle valor educativo a la asignatura alternativa y convertirla en un área curricular, con unos contenidos atractivos para el alumnado, que incluso compitiese con los confesionales a la hora de  captar educandos indiferentes. De esta forma podría restarle número y presencia en la escuela a la asignatura doctrinal. En este supuesto, el sentido común y la pedagogía nos diría que todo el alumnado   debería cursarla, ya que, de lo contrario, el de religión dejaría de recibir  unos conocimientos escolares “oficiales”. Además, esta opción difícilmente superaría una denuncia ante la Justicia. Hay antecedentes: varias sentencias dictadas en 1994 por la Sala de lo Contencioso- Administrativo del Tribunal Supremo que anularon otros tantos Reales Decretos en los que la alternativa a la religión eran actividades de “estudio dirigido” (con contenidos curriculares). Y si prosperase, solo serviría, paradójicamente, para consolidar la enseñanza de las  religiones y, en concreto, los privilegios de la confesión mayoritaria, así como la perversa segregación en la escuela por razones de conciencia (algo que los que militamos en el laicismo consideramos contrario a los derechos fundamentales). Era el estatus que el gobierno del PP  había previsto para el área Sociedad, Cultura y Religión, con sus dos enfoques.

Soslayando que el derecho a recibir formación religiosa dentro del horario escolar, tanto en la enseñanza pública, como en la privada sostenida con fondos públicos,  es  cuestionable y,  además,   restrictivo, ya que  solo lo disfrutan los ciudadanos fieles a las religiones que han establecido acuerdos con el Estado; su reconocimiento no puede obligar al resto del alumnado a recibir, de forma alternativa, unas enseñanzas extracurriculares y, por consiguiente, a permanecer en el centro más tiempo del estrictamente necesario para el desarrollo del currículum previsto en la Ley.

La presencia de las enseñanzas religiosas y sus alternativas en los centros sostenidos con fondos públicos provoca, entre otras cosas, un conflicto de derechos entre ciudadanos, que la Administración Educativa debería resolver. A mi entender, la solución más justa consiste en la eliminación de las enseñanzas confesionales de los centros escolares, o bien, su desplazamiento fuera del periodo lectivo, es decir, por las tardes. Mientras que se diseña este modelo, más acorde con la aconfesionalidad del Estado, la formación religiosa debería impartirse al comienzo o al final de la jornada escolar,  para hacer compatible el supuesto derecho de los  padres y madres que han optado por la enseñanza confesional, con el derecho a disponer libremente de su tiempo por parte de aquellos  que no han realizado esta opción.

Desde mi posición, contraria a la presencia de las religiones en la escuela, animo al alumnado, y a los  padres y madres que la compartan,  a expresar su renuncia  a recibir  enseñanzas alternativas, alegando las razones expuestas anteriormente. Poco importa que la Consejería de Educación no acepte nuestras demandas. Su negativa o su silencio son la llave que nos abre otras instancias. No sería la primera vez. Hace unos años reclamamos ante el Defensor del Pueblo Andaluz el derecho a no declarar durante el proceso de matriculación y, al menos en teoría, lo hemos conseguido. Ahora se nos abre otra ventana: con  nuestra renuncia a la devaluada alternativa estaremos apoyando una hipotética segunda fase hacia una Escuela Pública y Laica,  sin exclusiones de ninguna naturaleza.

Para conseguir este  irrenunciable objetivo, en un futuro más o menos lejano,  será necesaria  una tercera y definitiva fase, como en la famosa película de extraterrestres (¡qué ironía!). Ya se ha escrito parte del guión. Lo ha sugerido el Consejo Escolar del Estado hace varios meses: la denuncia ante el Tribunal Constitucional de unos acuerdos con la Santa Sede aprobados poco después de la Constitución del año 1978, pero gestados mucho antes, como herencia espiritual de otros tiempos nada democráticos, en los que la Iglesia Católica iluminaba la moral de la sociadad. Pero esto es otra historia, que está por escribir.

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