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En Riad y en la Riviera, las mujeres tienen que luchar por el derecho a ser ellas mismas

Así que, después de todo el ruido y la furia, el fiasco del burkini c´est fini. El viernes pasado [26 de septiembre] los tribunales franceses revocaron la prohibición del burkini, permitiendo de nuevo que las mujeres vistan lo que quieran en las playas y piscinas de Francia. Ya se pueden ir a casa los que protestaban ante las embajadas francesas, los tuiteros y activistas de las redes sociales. ¡Quelle victoria para la liberté, égalité y sororité! ¿Sí?

Desde luego, la prohibición suponía un ataque a la libertad de expresión y está claro que resultaba discriminatorio para las mujeres musulmanas, dado que no se obligó a quitarse ropa ni a las monjas católicas de hábito ni a las mujeres de origen europeo con la piel sensible. Pero es una pequeña victoria frente al absurdo: un problema que nunca debería haberse planteado. Es un caso, como decimos en farsi, de esos en los “que te mandan a buscar guisantes negros”: una distracción de las cuestiones reales en la raíz del debate.

En primer lugar, el burkini se prohibió porque, según los funcionarios franceses, se trata de una “vestimenta ostentosa que hace referencia a una lealtad a movimientos terroristas que están en guerra con nosotros”. Si la preocupación se centra en el aumento del extremismo en las comunidades islámicas, ¿por qué han tardado las autoridades francesas veinte años en poner en cuestión la financiación saudí de las mezquitas y la migración de sus imanes salafistas a Francia?

Además, en lugar de malgastar los euros del contribuyente francés en controles policiales y acoso a las mujeres en nombre de la prevención del extremismo, ¿qué tal si  afrontamos el problema del reclutamiento yijadista en las cárceles francesas? Los musulmanes forman entre el 5% y el 10% de la población francesa, pero están entre el 50%  y el 70% de la población penitenciaria del país. Un enfoque humano consistiría en analizar por qué tan gente joven – hombres jóvenes, sobre todo – se escurren entre las grietas y acaban en la pequeña delincuencia y la cárcel. Quizás el Estado podría tomarse más en serio la creación de empleos y de oportunidades para ellos.

Al mismo tiempo, ¿qué tal si arreglamos el problema de las cárceles? ¿Cómo es posible que la radicalización se esté produciendo en las prisiones del Estado? ¿Qué confianza podemos tener en las medidas políticas contra el extremismo si no podemos habérnoslas con un problema que surge ante nuestras mismas narices?

No se trata solo de un problema francés: la radicalización en la cárcel es una preocupación generalizada. Ofrecer a los jóvenes la oportunidad de reintegrarse en la sociedad, respetarse a si mismos y ser productivos llevará su tiempo y no es tan de  Instagram como sacarle la ropa a una mujer. Pero lo más probable es que sea una política bastante más efectiva que los vacuos gestos que demuestran el poder del Estado sobre algunos de sus ciudadanos más desprotegidos.

Segundo, quienes apoyaban la prohibición del burkini argumentaban que se trataba de una lucha de las mujeres contra la opresión; que esto – junto a la medida que la precedió, la prohibición del jiyab – simbolizaba la caballerosa defensa por parte del Gobierno francés de la liberación de la mujer. Dejando aparte el hecho evidente de que liberación significa que nosotras, en tanto que mujeres, escojamos lo que vestimos, decimos y hacemos de modo tan libre como los hombres, la pregunta que se nos viene a la cabeza es: ¿qué coherencia tiene Francia en su defensa de los derechos de las mujeres?

La respuesta, triste es decirlo, es turbia. Sólo el año pasado el presidente Hollande comprometió 15.300 millones de inversión extranjera directa en Arabia Saudí, convirtiéndose así Francia en el tercer mayor inversor del país. Arabia Saudí es ese país en el que las mujeres no pueden conducir ni abrir una cuenta bancaria o mostrar el rostro en público. No pueden nadar ni siquiera las mujeres extranjeras. Liberté y egalité para las mujeres quedan condenadas, tal parece, allí donde aparece el dinero.

En tercer lugar, me siento recelosa respecto a esta obsesión por los cuerpos de las mujeres – dentro y fuera  – que tienen gobiernos y grupos que se arropan con el manto de la religión, la raza y el nacionalismo. Dondequiera que miremos, hay hombretones que parlotean palabras iracundas los unos contra los otros. Pero a la hora de la verdad, sus fantasías de liderazgo se realizan sobre la espalda y el cuerpo de mujeres y niños.   Son las mujeres las que sufren el 80% de los ataques islamófobos en Francia. Son las mujeres las que se convierten en blanco de los islamistas por atreverse a hablar en favor de la igualdad y los derechos. Son también las mujeres las que más sufren cuando el Vaticano y los cristianos evangelistas tratan de limitar el acceso al aborto.

Y, para que no se nos olvide, son las mujeres las que quedan a cargo de las comunidades sirias y las mujeres las que se ocuparon de los niños de Irak. Los hombres, o están muertos o han huído o están luchando. En realidad, no las protegen ni las escuchan ni nuestros gobiernos ni las milicias. Cuando las mujeres de Libia alertaron del creciente extremismo, pues ya habían sido objetivo de éste, ni la UE ni los EE.UU. ni las Naciones Unidas prestaron atención.

Cuando las mujeres afganas dijeron que sus prioridades eran la educación y la atención sanitaria, así como los empleos para los hombres, nadie tomó verdaderamente nota. Los dirigentes occidentales hablan de otorgar poder a las mujeres de estos países, pero eso tiene el espesor de un velo.

Por ultimo, esta debacle nos ha recordado de nuevo que vivimos en una época de extremo pluralismo. Todo el mundo tiene identidades múltiples que quiere afirmar. Pero también nos sentimos cuestionados para garantizar la unidad, la dignidad y el respeto entre todos nosotros, hasta por cosas que encontramos desagradables o incluso amenazadoras.

Para mí, esto puede significar una mujer en burkini o en tanga, o puede significar un hombre rollizo de pelo en pecho con un bañador que marque paquete. Para un francés patricio puede significar una mujer en un traje de buzo (también conocido como burkini), o tal vez un joven con tatuajes en una playa de Cannes. Pero hemos de recordar que ninguna de estas personas está causando perjuicio alguno. El perjuicio se produce si alguien trata de imponer sus creencias y valores a los demás. Si no te gusta lo que ves, no mires. Pero, por la misma razón, si somos serios en lo que se refiere a la igualdad y la libertad, no volvamos la cara cuando se ataca a un subgrupo de la sociedad ni nos volvamos a la comodidad del relativismo cultural.

(1967), consultora de las Naciones Unidas con amplísima experiencia en materia de mujeres y conflictos, es cofundadora y directora ejecutiva de la Red de Acción de la Sociedad Civil Internacional (International Civil Society Action Network – ICAN), una ONG con sede en Washington, colaboradora del MIT y la Universidad de Georgetown, y asesora de mujeres activistas en todo el mundo.
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