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En defensa del ateísmo

Durante siglos, se nos ha dicho que sin religión y creencias los humanos no nos diferenciaríamos de una jauría de lobos, dispuestos a matar por nuestras conveniencias e incapaces de articular normas de conducta basadas en los nobles valores que sólo Dios nos enseña y cuya no observancia merece su implacable castigo.

Recuerdo de mi infan­cia una escena terrorífica, con uno de aquellos individuos que desde un púlpito explica­ba los horrores del infierno y cómo, gracias al miedo al castigo eterno, los humanos no andábamos matando, violando, robando y fornicando por las calles. Aprendí mucho so­bre la categoría humana de aquel individuo que, afortunadamente, parecía creer y temer el castigo, pues Dios nos libró (bendito sea) de un terrible criminal potencial. Y me hice ateo.

Si tenemos en cuenta que a lo largo de la historia no se ha insultado, torturado, encarcelado y masacrado, perseguido y exiliado, reprimido pensamiento, ideas, avances y creatividad, por nada ni nadie como en el nombre de Dios, quizá las cosas puedan ana­lizarse desde otra óptica. Dostoievski, en Los hermanos Karamazov, alerta de los pe­ligros de una moral nihilista y atea: si Dios no existe, todo está permitido. Ahora, como en el pasado, nos enfrentamos a un nuevo nihilismo de corte contrario: en el nombre de Dios, todo está permitido. Esos intérpretes exclusivos de la ortodoxia, sean seguidores de cualquiera de los libros o del Libro, incitan al odio y al combate contra todo lo que se oponga a los designios y disposiciones divinas que ellos, y sólo ellos, pueden interpretar (si Dios existe tiene un serio problema de derechos de autor).

Esa rabiosa actualidad de los nuevos fundamentalismos (se desarrollan por do­quier y en varios nombres distintos del mismo Dios) pone en peligro los valores sobre los que se sustenta la convivencia entre los humanos. Y mala respuesta sería a su con­frontación (o choque) el de su alianza, pues si ésta se entiende mal, podría llevarnos a un nuevo equilibrio de terrores dogmáticos que ahoguen siglos de Ilustración y de socie­dades ciudadanas a las que tanto ha contribuido el ateísmo auténtico (no aquel otro fa­na­tismo religioso totalitario que reemplazó Iglesia por partido, papas por secretarios ge­nerales y al hombre por el proletario, siendo su paraíso la sociedad comunista eterna­mente en construcción: para muestra ver Fidel).

Cuando hace dos años debatíamos el borrador de Constitución europea, muchos quisieron una referencia explícita a la tradición cristiana. Se logró un compromiso, co­mo siempre, y las cosas quedaron en "la herencia religiosa". Lamentable. Si hay algo que caracteriza a la Europa democrática es, justamente, su carácter laico, producto del empuje de los ateos demócratas y de una ciudadanía que ha reemplazado las leyes divi­nas y sus castigos inquisitoriales por los derechos constitucionales y los códigos pena­les. Europa es quizá el único territorio del mundo en el que el ateísmo es una opción per­fectamente legítima y no una sospechosa o amenazante actitud anunciadora de todo tipo de desmanes. Y eso, justamente eso, es lo que tenemos que defender.

Siempre he respetado y convivido con creyentes civilizados, capaces de aceptar­me como uno de ellos, porque hay valores superiores a las opciones religiosas que nos permiten combinar creencias (personales o colectivas) con responsabilidades, normas de conducta y derechos válidos para todas las personas. Hace pocos días, tomando un café en mi pueblo, un marroquí inició una conversación conmigo sobre la falta de respeto a su religión en nuestro país. En algunos puntos le di la razón, hasta que, entusiasmado por mi paciencia, elevó el tono del discurso hasta convertirlo en absolutamente intolera­ble (por intolerante). Me recordó a cualquier vieja gloria del nacionalcatolicismo. Y ac­tué de la misma manera que con ellos. Y pensé: como se pongan de acuerdo con alguno de nuestros obispos, nos toca el exilio (por cierto, conmovedora la comprensión de la Iglesia vaticana a las protestas producidas por las famosas caricaturas).

No estaría de más, hermanos ateos, que exijamos respeto y reconocimiento por nuestras aportaciones a la convivencia y pasemos a la acción, respetando a las personas, pero siendo implacables con todos los personajes que en el nombre de Dios nos ace­chan, y que pretenden llevarnos al oscurantismo terrorífico del que tanto nos costó salir, pero al que pareciera ser tan fácil retornar. Y que nos dejemos de paternalismos com­pren­sivos con estos nihilistas viejos como la humanidad y actuales como internet, ins­trumento que por cierto utilizan crecientemente para llenar la red de odio a la libertad

La paz (o alianza) no deberían firmarla obispos y ayatolás, sino ciudadanos ateos o cre­yentes que aman la democracia y sus agradables normas de convivencia y respeto entre las personas y sus derechos. Amén.

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