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El valor ético de la compasión (o de fotografías y sentimientos)

Entre las películas con más enjundia filosófica una de las que destaca es sin duda Blade Runner, del director Ridley Scott. Es de las consideradas por cierto “de culto”, como lo demuestra el hecho de haber sido reestrenada en salas con motivo de sucesivos aniversarios desde el año de su primera exhibición allá por 1982, y haber inspirado desde entonces todo tipo de artículos y libros de lo más sesudos en los que se profundiza sobre los varios tópicos filosóficos de los que da cuenta el filme.

Para aquellos que no lo sepan la película se cataloga dentro del género de la ciencia ficción, aunque es reconocido su sincretismo cinematográfico al contener elementos de cine negro entre otros. La historia que cuenta está inspirada en una novela de Philip K. Dick, el fallecido escritor de ficción que ha proporcionado ideas para otras películas de más o menos éxito (Minority report entre ellas, del divo Steven Spielberg). Transcurre en Los Ángeles del año 2019 (lo que es el tiempo: la odisea en el espacio ya quedó cronológicamente superada después de 2001, y la cinta de la que hablamos sufrirá lo mismo dentro de nada). Al margen de otros aspectos presentes en la obra la mar de interesantes de los que no viene al caso hablar, se describe un mundo lo suficientemente avanzado en las biotecnologías, como para existir empresas capaces de fabricar seres “virtualmente idénticos” a los humanos y hacer un buen negocio vendiéndolos como esclavos al servicio de los genuinos humanos. En efecto, la pesadilla de Frankenstein remozada, una nueva forma de expresión del mito de Prometeo, el ser humano disputándole a Dios el monopolio de la creación de vida. Pero no es por aquí por donde quiero discurrir en este texto.

El caso es que esos seres, llamados replicantes –por replicar tan bien a los humanos–, tienen prohibido mezclarse con los seres humanos. Sin embargo, algunos de ellos se saltan la norma y se escapan para confundirse con la humanidad y tratar de llevar una vida normal. ¿Hay forma de detectarlos en tal caso? Sí; mediante un test que ciertos policías aplican a los sospechosos basado en el examen de sus respuestas emocionales a ciertas situaciones hipotéticas que se les plantean. La muestra de empatía, de compasión, es clave. Se asume en la historia que los humanos somos capaces de sentir compasión, porque somos humanos.

Martha C. Nussbaum, la filósofa norteamericana galardonada con el premio Príncipe de Asturias hace un par de años, le dedica páginas muy brillantes al mencionado sentimiento en su libro Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones, un grueso volumen en el que su autora trata de convencernos de que la emoción es una función de las facultades cognitivas, del pensamiento, tesis que, en principio y a falta de un más fino examen, parece verosímil a la luz de las conclusiones extraídas por el neurocientífico Antonio Damasio a partir de las evidencias encontradas en el transcurso de sus prolijas investigaciones neurológicas (muy recomendable a este respecto la lectura de sus libros, especialmente El error de Descartes y En busca de Spinoza).

Afirma la señora Nussbaum en la publicación mencionada: “El reconocimiento de la afinidad en la vulnerabilidad es, entonces, un requisito epistémico muy frecuente y casi indispensable para que los seres humanos se compadezcan… la mayoría de las veces extendemos nuestra simpatía basándonos en la existencia de una vulnerabilidad compartida ante el dolor. Pensamos qué horrible sería sufrir un dolor así y sin esperanza alguna de cambiarlo”. Más adelante dirá que ese pensamiento “promueve la selección de principios que elevan los niveles mínimos de la sociedad”. Aquí pone la autora de esta frase un punto y aparte, quedando implícito que está referida a los niveles mínimos de exigencia ética. Desde luego que la filósofa norteamericana no es la primera en fijarse en el valor ético de la compasión. Ya lo hizo el cascarrabias de Arthur Shopenhauer, el cual asigna a la compasión nada menos que el fundamento de la moral, ya que ella es la única que excluye el egoísmo como motivación de la conducta. La compasión, en efecto, según el antagonista de Hegel, se ejerce en la experiencia de sufrimiento y carencia del otro; en convertir el sufrimiento del otro en mi sufrimiento. Para él era “el gran misterio de la ética”.

Esto es lo que los replicantes de Blade Runner, en teoría, no podían hacer, porque no eran auténticos seres humanos, es decir, no estaban dotados de las capacidades cognitivas que –a decir de Nussbaum– permiten pensar en el otro compasivamente. Pero en la película se muestra que esos seres, verdaderamente ingenuos, pueden ir desarrollando, con el acaecer de las experiencias, una primitiva capacidad afectiva que cultivan mediante la colección de fotografías con las que hacen tangibles sus vínculos emocionales, al tiempo que van pergeñando el entramado de su propia identidad. Cosa al parecer muy humana, si aceptamos los argumentos del multifacético Jason Silva, autor del canal de Youtube llamado Shots of awe, donde explora el significado filosófico de las innovaciones tecnológicas más punteras. Para él Instagram –ya saben: el programa que permite compartir fotos y maquillarlas– es la herramienta con la que diseñar nuestra propia memoria futura, lo que nos permitiría proyectar desde el momento presente cómo queremos recordar emocionalmente lo que vamos viviendo a cada instante. ¿Puede la fotografía también alcanzar dimensión ética a través de la compasión, y así motivar una conducta sin egoísmo, como apuntaba el viejo Schopenhauer?

La prueba la tenemos en esa fotografía de un niño en una playa de Turquía publicada hace un par de semanas que ha conmovido la conciencia moral de muchos ciudadanos europeos, y que ha provocado un cambio de actitud notable de parte de algunos importantes líderes de la Unión. Ella ha hecho pensar sobre ese movimiento de refugiados, que se percibía más bien como un problema molesto, en el sentido en el que Nussbaum habla de pensamiento como conjunto de capacidades cognitivas que incluyen las emociones, particularmente la compasión. En efecto, nos dice la filósofa: “La compasión tiene, pues, tres elementos cognitivos: el juicio de la magnitud (a alguien le ha ocurrido algo malo y grave); el juicio del inmerecimiento (esa persona no ha provocado su propio sufrimiento); y un juicio eudaimonista (esa persona o esa criatura es un elemento valioso en mi esquema de objetivos y planes, y un fin en sí mismo cuyo bien debe ser promovido)”. Todos ellos se activaron evidentemente ante la contemplación de la lacerante imagen citada. Ahora bien, siendo innegables la magnitud de la desgracia así como irrefutable el inmerecimiento del dolor causado es el juicio eudaimonista el que está equivocado la mayor parte de las veces –“y casi siempre de forma dramática”, nos advierte la autora–. Y, en efecto, así parece en el caso que hemos mencionado. Diríase que la imaginación empática se quiebra ante la controversia ideológica sobre hasta qué punto otros seres humanos deben ser incluidos dentro del círculo de aquellos que merecen nuestro interés respecto de lo que les pase. Así, hay concepciones éticas, ya sean religiosas o seculares, que animan a las personas a ampliar sus esferas de interés más allá de los límites que abarca la moral cálida de la proximidad; a trascender las fronteras de raza, clase, religión o, incluso, de nacionalidad. Por contra, también nos encontramos con el fomento de actitudes en sentido contrario que conducen a una restricción de los intereses de los ciudadanos, y de preferencia por los miembros de su propia religión o de su grupo y, a menudo, a despreciar y rechazar a ciertos otros grupos. Si no, ¿cómo entender el proceder de países europeos que tienen memoria histórica de lo que es encontrarse en la terrible situación en la que se hallan los que ahora buscan refugio y que, sin embargo, no parecen compadecerse de ellos a juzgar por su conducta insolidaria?

Para no estar al albur de las inspiraciones ideológicas en un sentido moral u otro, o de la percepción de estímulos –como la mencionada fotografía– que nos hagan pensar de forma compasiva parece preciso fijar ese pensamiento en la praxis política, plasmándolo en un cuerpo de leyes que asuman los tres elementos cognitivos enunciados más arriba. Porque podemos plantar cara a ese relativismo que parece imposibilitar un juicio sobre la legitimidad moral de un determinado proceder político ateniéndonos al universalismo ético que propugna Mario Bunge en su libro, tan completo como incisivo, titulado Filosofía Política, y que conlleva una ética humanista, es decir, antropocéntrica, no teocéntrica, constituida por normas universales. Lo que es incompatible con el localismo ético; el cual es parte integrante tanto del relativismo ético como de las ideologías tribales, que –como no puede ser de otro modo– anulan el juicio eudaimonista definido por Nussbaum y, por ende, desactiva la compasión como motivación, pues se piensa que quien sufre ese grave daño de modo inmerecido, no obstante, no es un elemento valioso en mi esquema de objetivos y planes, ni consecuentemente un fin en sí mismo cuyo bien debe ser promovido, ya que no es miembro de mi tribu, nación, credo, raza…

Casi al final de Blade Runner hay una secuencia estremecedora en la que el replicante líder, el único superviviente de los suyos, consciente de que ya no puede eludir su muerte inminente, salva la vida del humano que trataba de ejecutarlo. Próximo a su propio fin se compadece de su verdugo porque, en ese preciso instante agónico, conoce el fundamento de la esencial fraternidad que hace de la humanidad una realidad que trasciende cualquier ficción tribal, y que no es otra que la preciosa fragilidad de la misma vida, nuestra mortalidad (consciente). Es la plasmación del supremo principio moral humanista –al que el maestro Bunge denomina “agatonismo”–, que no es vivir y dejar vivir, sino vivir y ayudar a vivir.

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