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El sueño de la «yihad» global

La torre elevada, del premio Pulitzer y periodista de The New Yorker Lawrence Wright, es el mejor libro que se ha escrito sobre Bin Laden, su relación con Al Zawahiri y el 11-S

La CIA pudo matar a Osama Bin Laden en 1999 y dejó pasar una oportunidad que no se ha vuelto a repetir. El saudí estaba en el desierto al sur de Kandahar (Afganistán) con un grupo de halconeros reales de Emiratos Árabes Unidos (EAU) que cazaban hubaras, una avutarda en extinción con propiedades afrodisiacas, un pájaro extraño y bellísimo que todavía se conserva en la isla de Fuerteventura. El guardaespaldas de uno de los príncipes había dado el soplo. Todo estaba preparado para que los Predator, aviones sin tripulación, reventaran el campamento y acabaran con un hombre, entonces casi desconocido, cuyo nombre no se había incluido todavía en la lista de los más buscados del FBI, pero la operación se abortó. George Tenet, entonces director de la CIA, se opuso. Dick Clarke, coordinador nacional de contraterrorismo de la Casa Blanca, acababa de regresar de los Emiratos donde había apoyado la venta de aviones norteamericanos por 8.000 millones de dólares. Matar a Bin Laden sin que el séquito de príncipes sufriera un rasguño era imposible.

Ni Tenet ni Clarke ni la CIA sabían entonces el alcance de la amenaza que representaba aquel tipo barbudo y desgarbado que 15 años antes había renunciado a las comodidades de su familia, una de las más ricas de Arabia Saudí, para unirse a la yihad contra los soviéticos en Afganistán. Bin Laden fue allí en 1984 fascinado por las historias de los luchadores afganos y quedó atrapado por el encanto de Abdulla Azzam, el hombre que había forjado la leyenda, un guerrero que durante años se paseó por Estados Unidos vendiendo la yihad contra los soviéticos y reclutando un ejército de yihadistas.

El mismo año que Bin Laden viajó a Afganistán Ayman al Zawahiri, su actual escudero, salía transformado de una cárcel egipcia donde, al igual que otros muchos presos, sufrió terribles torturas por su relación con el asesinato del presidente Anuar el Sadat, un traidor para los islamistas de ese país por haber firmado la paz con Israel. La torre elevada. Al Qaeda y los orígenes del 11-S, de Lawrence Wright, describe con información inédita y extraordinario detalle los orígenes y el encuentro de estos dos hombres, una alianza de intereses e ideas que derivó en el ataque más grave contra Estados Unidos desde Pearl Harbour en 1941. Para el autor, Bin Laden era la "gallina de los huevos de oro" del movimiento islamista y Al Zawahiri, el jefe de un grupo terrorista local sin mayor visión que la de derrocar al Gobierno egipcio.

Wright se apoya en una catarata de testimonios para describir a Bin Laden como un joven salafí y un asceta desde su adolescencia. Un chaval al que sólo le interesaba la poesía, la religión y la aventura. Cuando estaba en el instituto se unió a los Hermanos Musulmanes y en las reuniones clandestinas en la playa ya hablaba en voz baja de "formar un Estado islámico". Luego se convirtió en un padre de familia intolerante que llevaba a sus hijos a pasar el fin de semana a una granja familiar para que durmieran en el suelo entre las gallinas y bajo las estrellas. Huía de las comodidades familiares en Yidda como de la peste. "Nunca vi una silla o una mesa en su casa. La de cualquier trabajador era mejor", decía Azzam de la estancia de su amigo en Afganistán.

En agosto de 1966, el mismo día que ahorcaron a Sayyid Qutb, el escritor y profesor egipcio que se enfrentó al presidente Nasser y proclamó que islam y modernidad son incompatibles, Al Zawahiri creó una célula clandestina para derrocar al Gobierno egipcio. Tenía 15 años. Sus amigos le nombraron emir durante una reunión en la orilla del Nilo y juraron restaurar el califato, el gobierno de clérigos que terminó en 1924 tras la caída del Imperio Otomano. Al Zawahiri lideró las ideas de Qutb y creó Al Yihad. Se refugió, al igual que Bin Laden, bajo el amparo de los talibanes en Afganistán. Este país y Pakistán eran los territorios ideales para el sueño de ambos: la creación de un ejército islamista.

En 1988 nació Al Qaeda al Askariya (la base militar) y según anotó su secretario los militantes debían de ser atentos, obedientes, con buenos modales y recomendados por una fuente de confianza. La integraban 15 "hermanos", los muyahidines solteros cobraban 1.000 dólares mensuales y los casados 1.500. Además, un billete de ida y vuelta a casa y un mes de vacaciones. Una atractiva oportunidad laboral, en palabras del periodista de The New Yorker. El libro describe con acierto la influencia que el movimiento Takfir Wal Hijra (anatema y exilio), creado en los años setenta, tuvo en Al Qaeda. Las tácticas, clandestinidad y simulación de los militantes de Al Qaeda están inspiradas en este grupo considerado el más duro entre los duros y alimentado en las ideas del profesor egipcio Qutb, el ahorcado por Nasser. Varios de los autores del 11-M en Madrid eran takfires.

En junio de 2001, meses antes del 11-S, Al Qaeda absorbió Al Yihad, la organización egipcia de Al Zawahiri, y se creó Qaeda Al Yihad, el grupo de Bin Laden y no de su aliado egipcio, según sostiene el autor. El sueño global venció al local. Meses después el "bendito" ataque en el corazón de Estados Unidos dio a Al Qaeda el impulso internacional que buscaba y consiguió un efecto perverso e inquietante: decenas de células locales de diferentes grupos islamistas, algunos asociados a Al Qaeda y otros no, intentan emular golpes similares.

Lawrence Wright destaca los fallos de la CIA, que celosa de compartir información negó al FBI datos y fotografías trascendentales sobre la presencia de dos de los suicidas del 11-S en territorio norteamericano. Una información que podría haber abortado el ataque y que al contrario que en el 11-M no ha sido utilizada por ningún medio de comunicación ni partido político de EEUU para alimentar estúpidas y falsas teorías conspirativas.

La torre elevada, Premio Pulitzer, es el mejor libro que se ha escrito sobre Bin Laden y el 11-S. El progresivo proceso de radicalización del saudí y las circunstancias que le unieron con el doctor Al Zawahiri no se habían contado de forma tan precisa y magistral. Tampoco se conocían las conversaciones de los Gobiernos de Arabia Saudí y de Pakistán con el mulá Omar para que entregara al terrorista, ni su vida en Sudán, por la mañana construyendo carreteras con sus empresas y por la noche recibiendo en su humilde casa a yihadistas de todo el mundo. Una vida monacal en la que no había lugar para el placer ni para la música. "La música es la flauta del diablo", decía Bin Laden.

Lawrence Wright es como una de las raras hubaras que cazaba Bin Laden en Kandahar. Cuando me entrevistó para reconstruir la estancia en España en las semanas previas al ataque de Mohamed Atta y de Ramzi Binalshibh, jefe y coordinador del 11-S, se interesó de forma obsesiva por los detalles que delatan a un periodista de raza, a esa especie que al igual que la frágil avutarda parece hoy en peligro de extinción.

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