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El síndrome de ´aldea gala´ del cardenal Rouco

El jefe de la Iglesia católica española ha culminado su apuesta estratégica para el País Vasco. El cardenal Rouco, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal, ha dejado su jerarquía católica en manos de dos obispos milimétricamente alineados con su pensamiento político. El cardenal impone sus coordenadas ideológicas sin rubor: integrismo a ultranza, lo que supone laminar el entero bagaje del Concilio Vaticano, que es lo que se lleva en Roma desde tres décadas atrás, con los pontificados del polaco Wojtila y el alemán Ratzinger, y, aquí, en España, retornar, hasta dónde sea factible, a los tiempos del nacional catolicismo, llevados a su culminación a lo largo de la dictadura del general Franco, que es el modelo de relaciones entre la Iglesia católica y el Estado con el que Rouco se identifica o, en su defecto, con el de la monarquía católica, desplegando toda la parafernalia al uso, tanto en acontecimientos civiles como militares. Es lo que el cardenal quiere que haga Rajoy si el PP gana las elecciones generales, aunque, según cuenta Zarzalejos, antiguo director de ABC, lo considere un pusilánime, un débil.

Mientras Rouco rumia las posibilidades de alcanzar sus "últimos objetivos militares" desarrolla sin pausa los planes de situar peones incondicionalmente fieles en las diócesis españolas. En el País Vasco la victoria ha sido completa, arrasadora: José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, la diócesis en otro tiempo ocupada por José María Setién, ahí es nada el cambio operado, y en la de Bilbao, Mario Iceta, un obispo de menos de cincuenta años, ideológicamente criado a la sombra del Opus Dei. No es de extrañar el inmenso malestar existente en el PNV y en todas las fuerzas políticas del campo nacionalista: su eminencia ha transmutado la jerarquía vasca, más o menos cercana al nacionalismo, por otra rotundamente alineada con el otro nacionalismo: el nacional catolicismo español, como mínimo tanto o más perverso que cualquier nacionalismo identitario que se ampara en la religión. El cardenal puede estar satisfecho: se cumplen sus previsiones siempre avaladas, no se olvide, por la cúpula de la Iglesia católica romana. Rouco hace lo que hace porque desde el Vaticano se le alienta a que lo haga. Benedicto XVI está detrás de los proyectos de Rouco. Cuando no lo ha estado éste ha tenido que recular ostentosamente.
Sobre lo que está sucediendo en la Iglesia católica española bajo el mandato de Rouco Varela es muy ilustrativo lo que ha dicho el teólogo Francisco Arregi, que ha tenido que dejar de impartir clases de teología después de que el obispo Munilla le hubiera execrado públicamente descalificándolo sin piedad, hasta el extremo de bordear el insulto. El padre franciscano ha asegurado que ahora mismo ninguna diócesis española sería capaz de acogerlo para, enarbolando su soberanía e independencia de criterio, permitirle seguir impartiendo teología. Es la uniformidad, radicalmente reaccionaria, que el cardenal de Madrid ha impuesto en la Iglesia española.
El objetivo de Antonio María Rouco Varela parece ser el de revertir el creciente laicismo de la sociedad española, que tan alarmado tiene al Vaticano. El presidente de la Conferencia Episcopal parece convencido de que el camino para lograrlo es el que está siguiendo, ayudado por la sector confesional del PP, abanderado por Federico Trillo, el que se quitó de en medio cuando el accidente del Yak, que pugna por conseguir que el Tribunal Constitucional acabe con la nueva Ley del Aborto (éste no es su nombre pero así todos nos entendemos) y otras iniciativas laicistas, como el matrimonio homosexual. La pregunta es la de si el cardenal conseguirá así frenar el laicismo o logrará que la Iglesia católica española se convierta en un reducto cerrado que intenta imponer sus normas de conducta a toda la sociedad, exactamente igual que durante la dictadura.

Lo del País Vasco no parece que vaya a ser fuente de satisfacciones para Rouco. Lo que por ahora ha conseguido es quebrar la Iglesia vasca y propiciar la desbandada. No da la sensación de que le importe. El síndrome de "aldea gala" asediada, se ha adueñado de su eminencia.

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