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El reto del multiculturalismo

Europa, España y Catalunya están viviendo dos procesos interrelacionados: el envejecimiento de la población autóctona y el peso creciente de la inmigrada y de sus descendientes. La población española, que estaba casi estancada hace un tiempo, ha superado los 43 millones. La catalana se acerca a los 7 millones.
 
El nuevo crecimiento demográfico se debe en gran medida a la inmigración, tanto por su contribución neta como por la tasa de natalidad de la primera generación de mujeres inmigrantes. La inmigración es una necesidad económica perentoria en sociedades como la nuestra, en donde la natalidad se sitúa en torno a 1,2 niños por mujer en la población autóctona, por debajo del 2,1 requerido para la reproducción de la población.

Sin inmigrantes no habría suficientes activos para sufragar los gastos de los inactivos, con una proporción creciente de jubilados y una gran cantidad de personas por encima de los 80 años, con lo que ello representa como gasto sanitario y de cuidado personal.

Muchos de los que se resisten a la inmigración no se dan cuenta de que sin los inmigrantes nuestra economía y nuestra sociedad no podrían funcionar. No sólo porque aceptan los trabajos que nadie quiere sino porque sin ellos no habría suficientes brazos productivos. La multietnicidad de nuestras sociedades es un proceso irreversible.

Barcelona es un caso paradigmático. Por un lado, el 23% de la población tiene más de 65 años y el número de inactivos adultos supera un tercio de los residentes. Por otro lado, la población inmigrada pasó del 3% en 1997 al 12% ahora. Teniendo en cuenta la demanda de mano de obra se prevé más de un 25% de población de origen extranjero en el 2020. En Catalunya, la población inmigrante oficial era del 1,3% en 1993 y creció al 5,7% en el 2003. Pero estimando los no registrados y tomando en cuenta diversas encuestas, podría situarse en un 9%.

En España se constata un crecimiento, en los datos oficiales, del 1,1% en 1993 al 3,9% en el 2003. Pero la ausencia de datos fiables sobre los sin papeles impide una estimación más realista, que personalmente sitúo en un 6% de la población, con una significativa concentración en las grandes ciudades y en algunas áreas agrícolas.

Vamos, pues, hacia una estructura de población autóctona envejecida y con pocos niños, parcialmente sostenida económicamente por una significativa proporción de población inmigrada mucho más joven. Así se plantea la cuestión de la relación entre culturas distintas que comparten un mismo país.

AHORA bien, la multietnicidad no es lo mismo que el multiculturalismo. Éste se refiere a la pervivencia de valores y formas propias de comportamiento de personas de otros países, que cambian con el nuevo contexto, pero que generan una mezcla de la cultura de origen y la de acogida. Por ejemplo en la religión, uno de los aspectos más influyentes en la forma de ser.

Un importante estudio del profesor Joan Estruch ha documentado que un tercio de los centros religiosos en Catalunya corresponden a confesiones distintas de la católica. Entre ellos los más numerosos no son los islámicos, sino los cristianos evangélicos, cuyos cultos tienen una presencia significativa entre muchos inmigrantes latinoamericanos.

Además, lo específico de los grupos inmigrantes de todas las confesiones es su mayor religiosidad con respecto a la población europea. La secularización de las sociedades europeas no se da en el resto del mundo, en donde la religión tiene un peso cada vez mayor. Al trasladarse a Europa, los inmigrantes traen sus arraigadas creencias, con todo lo que ello comporta en la vida cotidiana.

La relación entre diversas culturas obligadas a coexistir recibe un tratamiento distinto según países e instituciones. Un primer modelo es el que llamaré nacionalista, para no decir xenofóbico, que caracteriza países como Alemania, Escandinavia o Japón, en donde se rechaza al inmigrante y se hace difícil conseguir la nacionalidad, incluso para aquellos nacidos en el país, como es el caso de millones de turcos en Alemania o de coreanos en Japón.

El segundo modelo es el asimilacionista, típico de Francia y al que se aproxima España, en donde se trata de aceptar la multietnicidad pero se rechaza el multiculturalismo, exigiendo que los inmigrantes abandonen su cultura y lengua y adopten plenamente la cultura de la sociedad de acogida.

El tercero es el inglés, que acepta el multiculturalismo, pero mantiene cuidadosamente segregadas las distintas comunidades, entre ellas y con respecto a la sociedad inglesa, con invisibles y eficaces barreras de clase y de pertenencia.

El cuarto es el modelo estadounidense en el que se mantienen vivas durante generaciones las culturas propias de cada grupo étnico y nacional, pero al mismo tiempo se afirma una cultura común que se superpone a las demás y cobra una fuerza especial porque no obliga a abandonar la diversidad. Al contrario, la diversidad cultural es un valor promovido desde las instituciones de la sociedad, aunque persista el racismo. Con el tiempo, las culturas originarias se transforman, pero no desaparecen en una cultura única.

Este modelo de diversidad cultural nacional ha demostrado su dinamismo. Por ejemplo, en California, la región más productiva y creativa del mundo, la población blanca es minoritaria (los hispanos constituirán la mayoría en el 2020) y los análisis muestran la contribución decisiva de la inmigración tanto al crecimiento económico como al desarrollo tecnológico y la innovación cultural.

EN LOS próximos años la aceptación o rechazo del multiculturalismo, y la forma como se lleve a cabo una u otra opción, constituirá tal vez el más importante problema social de Catalunya. Parece poco realista olvidar la personalidad propia de quienes han llegado recientemente al país.

Y cualquier forma represiva de tratamiento de la diferencia será caldo de cultivo de extremismos entre minorías que se sienten explotadas. Además una sociedad necesita mecanismos de comunicación entre las culturas que la constituyen. Y ahí, tanto las instituciones como la escuela y los medios de comunicación tienen que proporcionar códigos comunes.

Pero sólo se puede construir la comunidad a partir del reconocimiento de la diversidad y de lo inevitable de un proceso en que ellos y nosotros construiremos juntos una cultura necesariamente distinta de la de nuestros abuelos, aunque en continuidad histórica con la tolerancia proverbial de la cultura catalana.

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