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El Patronato, la cárcel de la moral franquista para adolescentes: “Era como la Gestapo”

Menores del Patronato de Sevilla. (Imagen del archivo histórico de la Junta de Andalucía)

Entre 1941 y 1985 funcionó en España una institución encargada de encerrar a las adolescentes ‘caídas o en riesgo de caer’ en centros de monjas para “rehabilitarlas”

Justo un mes después de que Raquel Castillo cumpliese 16 años, dos policías se presentaron en su habitación. Sin mediar palabra, le pusieron unas esposas y se la llevaron a un centro de monjas, donde le hicieron una prueba de virginidad y la observaron durante una semana. Su madre la había entregado a las autoridades, simplemente porque no quería hacerse cargo de ella. “Estuve en estado de ‘shock’, no sabía qué había hecho, no entendía nada…”, narra ahora 43 años después, cerca del centro donde vivió su primer encierro, en Arturo Soria, todavía perteneciente a las Trinitarias.

Con la misma edad, Marian Torralbo fue ingresada por una denuncia de su propio hermano en otro reformatorio, en su caso de la orden de las Oblatas. “A mí me gustaba salir y una noche, cuando volvía de fiesta, mi hermano que era de Acción Católica se presentó con mi cuñado y me llevaron a un piso custodiado por monjas. Mis padres renunciaron a mi tutela, y empezó mi infierno”. Consuelo García del Cid ni siquiera recuerda cómo llegó a un centro de las Adoratrices en la capital, muy lejos de su Barcelona natal. “Me desperté en una habitación con una pequeña ventana desde donde vi que todos los coches tenían matrícula M, y ya pensé que algo iba mal…”.

Como ellas, miles de adolescentes fueron encerradas entre 1941 y 1985 en centros de religiosas de toda España bajo la custodia del Patronato de Protección a la Mujer, una institución que se encargaban de controlar la moral de la población femenina. Denominados oficialmente “colegios”, eran reformatorios en la práctica que extendieron el yugo de la represión franquista entre las mujeres de entre 16 y 25 consideradas “descarriadas”. Denunciadas por desconocidos, familiares o de oficio, el Patronato se quedó con la tutela de incontables mujeres que fueron condenadas sin juicio, y privadas de su libertad. Del Patronato poco se ha sabido tras la dictadura, a pesar de que sus prácticas se extendieron hasta 1985, cuando las tutelas de las menores de edad que quedaban bajo su “protección” se extinguieron y los últimos reformatorios cerraron rodeados de polémica.

Redadas en cines y bares

Rebeldes, prostitutas, lesbianas, campesinas, violadas, embarazadas… Cualquier chica que se alejase de los cánones del único modelo de mujer que contemplaba el franquismo era susceptible de ser encerrada. Ni siquiera hacía falta que hubiese cometido todavía pecado, incluía a todas las “caídas o en riesgo de caer”. “Eran cárceles legalizadas, a las que no hacía falta ningún juicio para condenar a todas aquellas que no cumplían lo que en la Alemania nazi se denominaban las 3 K: Kinder, Küche und Kirche (niños, cocina e Iglesia)”, explica la abogada Teresa Fernández, de la Fundación Women’s Link Worldwide que ha incluido el caso del Patronato como ejemplo de la represión del franquismo con las mujeres en la causa que investiga sus crímenes en Argentina.

Los antecedentes del Patronato franquista se remontan a 1902 cuando se creó el Real Patronato para la Represión de la Trata de Blancas, vigente hasta la segunda república. Sin embargo, es con el franquismo cuando los supuestos se amplían a su máxima expresión y adquiere la misión de “rehabilitación” moral, bajo el paraguas del ministerio de Justicia. “La existencia de este patronato indica cómo la dictadura, sin abandonar la maquinaria represiva, va poniendo en funcionamiento otros instrumentos y mecanismos de control, socialmente más aceptables y políticamente más rentables que la represión pura y dura”, continúa Fernández.

Al Patronato de Protección a la Mujer se llegaba de muchas maneras. Redadas policiales, entregadas por la propia familia o denunciadas por un vecino afín a la ideología fascista. Pero sobre todo, jugaban un papel fundamental las celadoras, funcionarias de entre 28 y 45 años de “moral intachable y espíritu apostólico”, cuya tarea era visitar las zonas “calientes del pecado”, como podían ser los cines, bailes, bares o piscinas. “Cuando veían a una menor en actitud que consideraban que no era adecuada para la moral de la época, llamaban a la Policía”, explica Consuelo García del Cid, investigadora que ha dedicado un libro solo a esta institución tras su paso por dos de sus centros, ‘Ruega por nosotras’. También había asociaciones de voluntarios que hacían este espionaje de manera altruista como la Liga Española contra la Pública Inmoralidad de Barcelona o el Bloque contra la Pública Inmoralidad de Zaragoza.

La institución se organizaba por Juntas Provinciales; al menos una por cada provincia. De algunas de ellas, como la de Sevilla, se conserva numerosa documentación que permite reconstruir una parte de la historia de este instrumento ideológico. Por ejemplo, guardan esperpénticos informes de ingreso de menores por motivos tan dispares como “por haberse ido con las comparsas de la Artista de Cine Marisol” o “por no obedecer a su madre”. “Una mujer caída podía ser cualquiera. Besarse en un cine, bailar agarrado, fumar a escondidas, llevar la falda más o menos corta […] ser víctima de una violación, de un incesto, ser homosexual […] negarse a rezar […] ser pobre”, narra García del Cid en su libro.

Purificación Sánchez, investigadora del periodo del franquismo, ha indagado a fondo en los documentos de Sevilla. “La mayoría de las mujeres que se atendían en el Patronato eran chicas jóvenes, de 16, 17, 21 años, a las que se califica de “débiles mentales” o “deficientes mentales”; de hecho, en las fichas se incluye su coeficiente intelectual. Pero lo común a todas ellas es un ambiente familiar y/o social que se califica de “nocivo” o “pernicioso”. En muchas de estas fichas lo que se intuye en realidad es la pobreza y la marginación, consecuencia de la violencia económica y política que la dictadura siguió practicando contra las familias de las y los vencidos. Cada año, las juntas provinciales elaboraban una memoria anual sobre el “estado de la moralidad” de cada región. “El hecho de que se llamara ‘de protección’ tiene que ver, por una parte, con la ideología patriarcal, católica y conservadora de los vencedores de la guerra, que pensaban que las mujeres, como sujetos débiles, necesitaban protección, pero también reeducación, para tratar de hacer desaparecer, en la población joven sobre todo, los posibles residuos de la modernidad republicana”.

Gran parte de las adolescentes que pasaron por los reformatorios, donde la mayoría de edad pasaba de ser de los 21 a los 25 años, constaban como ‘rebeldes’, pero una de las cosas que más sorprende a los investigadores es la cantidad de casos donde era la propia familia la que las ingresaba allí. Esta circunstancia se explica por dos razones. La primera, la labor del Patronato era completamente desconocida, y muchos padres pensaban estar mandado a sus hijas a un internado, sin imaginar las condiciones que allí había. “Mi padre había fallecido ese año y a mi madre le dijeron que lo mejor para mí era ir a un internado. Yo había estado en colegios de monjas y pensé que no sería para tanto, pero no tenía nada que ver. Cuando mi madre me visitaba y le contaba todo, las monjas le decían que eran cosas mías. Y no se las cuestionaba”, explica Teresa F. Gismero que estuvo en un centro de las Adoratrices de Madrid en 1977, desde el que la trasladaron a otro en Albacete. “Querían alejarme de mi madre”.

La segunda razón surgía de la propia familia, ya fuera por abusos sexuales o por pobreza, como era el caso de las chicas procedentes del campo que acabaron en un reformatorio de la capital como única vía de escape de la miseria de los pueblos. “La mayoría estábamos ahí por un problema familiar: abusos, incompatibilidad familiar, pobreza… En realidad tendrían que haber entregado a las familias, porque no tenían capacidad para ocuparse de unas hijas. Podría haber delincuencia, pero yo en Madrid no conocí a ni una que estuviese ahí por eso”, asegura Consuelo García del Cid, que fue ingresada por sus padres como interna ‘de pago’, es decir, sin que perdiesen la tutela, aunque con las mismas condiciones que el resto. “Al final, éramos penadas dos veces. Por el propio drama y por el que se imponía institucionalmente en manos del Estado”.

Exámenes de virginidad

La primera parada de las “descarriadas” eran los Centros de Observación y Clasificación (COC). Durante una semana, chicas de todos los perfiles y procedencias compartían espacio mientras eran analizadas por las monjas que decidían a qué centro las enviarían posteriormente. El COC de Madrid está en Arturo Soria y sigue siendo un edificio propiedad de las Trinitarias, la orden que tenía encomendada esa labor de clasificación en la capital. En la parte de arriba del edificio todavía pueden verse las huellas de cemento de las rejas que un día franquearon sus ventanas para evitar fugas. “Me causó muchísimo impacto, era una cárcel, te cerraban la puerta para dormir en una celda con una ventana. Todas las noches venía la Policía a traer prostitutas detenidas, que se quedaban solo una o dos noches”, recuerda Raquel a los pies de la fachada. “Yo era una niña y nunca me había mezclado en ambientes así. Recuerdo que me senté donde pude, toda tímida, y me dijo una ‘quítate de mi lado que tengo el carné de bollera’. No la entendí, pero por si acaso me quité”.

Entrada del COC de Sevilla. (Junta de Andalucía)
Entrada del COC de Sevilla. (Junta de Andalucía)

Carlos Álvarez, investigador de la Universidad del País Vasco, ha estudiado concretamente el papel del Patronato en la persecución y encierro de las prostitutas, que suponían una minoría en la población recluida en los centros —entre un 7% y un 10%—. “Su encierro cumplía con dos objetivos: por un lado separarlas del resto de la sociedad para que no influyese en ella, y por otro ser ‘rehabilitadas’, por el camino de la redención”.

Todas las que pasaron por el COC de Madrid narran la monotonía de esos días, recluidas en un salón donde no hacían nada más que fumar y escuchar música. La comida no era mala, pero ninguna olvida los cubiertos de plástico que usaban a diario. “No intimábamos unas con otras, no hablábamos, yo creo que porque estábamos todas en ‘shock'”. A los días, todas eran sometidas a un examen de virginidad. “Me subieron a un potro y me preguntaron si era virgen. Dije que sí y el doctor me contestó ‘sí, eso decís todas’, entonces empecé a chillar, porque lo de la virginidad entonces lo llevaba muy adentro porque mi madre era madre soltera. Chillé muchísimo y me puse tan histérica que no me tocó. Y puso ‘completa’ en el informe”. Figurar como completa o incompleta, junto al comportamiento que hubiesen tenido durante esa semana, determinaba la dureza del centro al que eran redirigidas.

No se tiene constancia, siquiera de manera aproximada, de cuántos centros podría haber por España, pero sí de que pertenecían al menos a siete órdenes religiosas, cada una especializada en un perfil: el Buen pastor —señalado por muchas como de los más benevolentes a pesar de tener los casos más complicados—, las Adoratrices, las Terciarias capuchinas, las Cruzadas Evangélicas, las Trinitarias, las de María Ianua Coeli y las Oblatas, consideradas de las más duras.

Marian Torralbo pasó por un centro de las Oblatas a principios de los 70 y no ha olvidado todavía los periodos de aislamiento que sufrió allí: “Convivíamos con niñas del Tribunal de Menores, y había muchas que se hacían pis en la cama. Las monjas las castigaban con duchas frías, pero una vez me interpuse y dije que yo limpiaba todo, pero que no castigaran a una niña de 4 añitos. La monja me dio un guantazo y se lo devolví. Por eso me tuvieron un mes encerrada”. En otra ocasión estuvo tres meses sin salir de una celda de aislamiento por pelearse con otra interna.

“No había compasión. Cuando llegabas había unos días de licencia para llorar, pero como te pasaras… El llanto podía ir contra ti. Te decían ‘anda, llora un poco más que estás muy guapa’ o directamente te lo prohibían”, explica García del Cid. Era habitual también en algunos centros que a las chicas les rapasen el pelo, ya fuera por higiene o como represalia. “Psíquicamente nos llevaban al límite”.

Sin embargo, la experiencia de cada interna varía de unas a otras. Raquel recuerda que su paso por las adoratrices, donde coincidió con Consuelo, fue positivo: “Yo estuve bien, sobre todo porque venía de vivir en una habitación con mi madre, que me había entregado”, explica. “Dependía mucho de cada una. Igual que había chicas del campo para las que solo tener agua corriente ya era un lujo”. Antes de cumplir los 16 años y poder entrar legalmente en el Patronato, la madre de Raquel intentó entregarla al Tribunal de Menores, quien consideró que no había motivos suficientes y le recomendaron esperar para poder deshacerse de ella con más facilidad en el Patronato, que ponía menos pegas.

Tampoco los centros y su dureza eran iguales. En las Oblatas, por ejemplo, no se impartían clases ni había cursos de formación, como sí tuvieron las Adoratrices. Raquel y Teresa recibieron clases de auxiliar de clínica por parte del doctor Eduardo Vela, investigado por la trama de los bebés robados, e hicieron sus prácticas en la tristemente famosa clínica San Ramón: “Yo nunca vi nada, tampoco lo iban a hacer delante de mí. Lo que sí recuerdo de él es que nunca sonreía”, cuenta Raquel.

“Nos levantábamos a las seis de la mañana, íbamos a misa, después desayuno y luego a fregar el suelo de rodillas. Después iban los talleres, rezar el Ave María Purísima y el Ángelus y luego te dejaban 15 minutos para hablar entre nosotras. Cuando acabábamos cada una hacía un poco lo que quería hasta la cena. Para terminar, una reunión en el que se hablaba de lo que había pasado ese día, y a la cama”, narra Teresa F. Gismero que pasó por las Adoratrices en 1977.

El funcionamiento de los centros se basaba en tres máximas: fregar, rezar y coser. La mayor parte de la jornada se pasaba en los talleres, donde las internas confeccionaban ajuares para las familias ricas o para marcas como El Corte Inglés. También montaban envases para firmas como rímel Pinaud o el refresco Tang. La explotación laboral era generalizada, por la que no recibían ninguna compensación económica, y gracias a la cual estas órdenes estuvieron lucrándose durante años. Cada centro recibía además 2.000 pesetas por interna y día en la época de los 70 —unos 190 euros con la inflación actual—.

Pero independientemente de las condiciones, todas señalan la pérdida de libertad como lo peor de su paso por la institución que incluía también la confiscación de cartas o escuchas telefónica. “El no entender el porqué, ese no saber, no merecértelo… Eso era lo peor”, recuerda Raquel.

Manicomio para las más rebeldes

En la red de centros y órdenes que salpicaba el país, había dos centros considerados como el peor final posible. Uno era el de Baeza en Jaén, con el que eran sistemáticamente amenazadas todas las internas de España, pero del que no se conserva ningún testimonio. “Ninguna ha querido hablar”, recoge García del Cid. El otro era el manicomio de Ciempozuelos, a 30 km de Madrid. A este último iban a parar las más difíciles de domar o las que habían caído en depresión. Allí estuvo ejerciendo el psiquiatra Guillermo Rendueles, quien no conocía la existencia del Patronato hasta que empezó a trabajar con él en 1975. “Había chicas que estaban allí por cosas tan tontas como llegar tarde a casa, o tener un novio. Algunas sí tenían trastornos de conducta, pero la propia institución creaba la patología. Era difícil saber lo que era debido al encierro y lo que eran problemas mentales. Pasaba como con los animales: la conducta en el zoo no es la misma que en libertad”.

En los talleres confeccionaban ajuares y ropa para El Corte Inglés. (Junta de Andalucía)
En los talleres confeccionaban ajuares y ropa para El Corte Inglés. (Junta de Andalucía)

En este manicomio, las internas —apodadas ‘las patronatas’— tenían habitaciones individuales “para prevenir la homosexualidad femenina” y recibían algunas de las terapias más punteras de la época. Un trato que contrasta, por ejemplo, con los amarres que sufrían cuando intentaban fugarse. “La mayoría se iban sin dinero ni ropa, así que lo normal era que a los pocos kilómetros algún caminero abusase de ellas y las entregase a la Guardia Civil”, afirma Rendueles. El psiquiatra recuerda cómo en una ocasión ayudó a una a escapar de su encierro: “Era un día que estaba muy cabreado con el sistema porque acababan de ejecutar a Puig Antich. Me tocaba guardia de fin de semana en el manicomio y me dedicaba a dar patadas a las puertas cuando percibí cómo una de las patronatas, una de aquellas con poca afición a verbalizar sus problemas, se guardaba mortadela y un bollo de pan mientras me miraba con desconfianza. Un rato más tarde le di mil pelillas, un anorak usado y una bolsa deportiva. No pareció sorprenderse, no me dio las gracias, ni siquiera sonrió. El lunes en el café del cambio de guardia comentaron la fuga y hubo apuestas sobre cuántos días tardarían los guardias en devolverla. Tres meses después yo dejaba de trabajar en Ciempozuelos, todavía no la habían detenido”.

Al Patronato era fácil entrar, pero muy difícil salir. Los padres que querían recuperar la tutela tardaban meses en conseguirlo, por lo que muchas acababan de sirvientas, dependientas, o amas de casa por encargo. Era habitual que las pusiesen en contacto por carta con hombres solteros de países como Australia, o las exhibiesen y vendiesen al mejor postor, como se hacía en el centro de Peña Grande para embarazadas. También hubo quien se hizo monja, y quien se fugó.

Marian Torralba fue de las que optó por la última opción. “Durante días estuve escondiendo dinero y ropa en el coro de la Iglesia, hasta que un día salí por la puerta. Llevaba un tiempo portándome bien así que cuando me crucé con una monja y le dije que me esperaba mi padre fuera para llevarme al dentista, me creyó. En cuanto pasé la puerta empecé a correr como no he corrido en mi vida”.

En el caso de Teresa, hizo una huelga de hambre después de que prohibiesen a todas las internas hablar con ella. “Me ingresaron en el hospital y las monjas ni siquiera llamaron a mi madre. Fue gracias a una enfermera que pude hablar con ella y me sacó de allí. Se llama Maricarmen y la llevo buscando desde entonces porque me salvó la vida”. Salió en 1977, un año antes de que el Gobierno, ya en democracia, anunciase su abolición y sustitución por el Instituto para la Promoción a la Mujer.

Las internas compartían habitación entre varias. (archivo de la Junta de Andalucía)
Las internas compartían habitación entre varias. (archivo de la Junta de Andalucía)

Sin embargo, tuvieron que pasar siete años más para que las prácticas del Patronato se extinguiesen. Unos años en los que los centros siguieron actuando con total impunidad y, aunque no se dieron nuevas tutelas, las concedidas previas a la abolición se mantuvieron. El principio del fin se fraguó con la tragedia de una interna que murió intentando escapar del reformatorio Nuestra Señora del Pilar, en San Fernando de Henares (Madrid), bajo custodia de las Cruzadas Evangélicas. La indignación y la denuncia social hizo el resto, pero aun así tardó dos años más en cerrar, el 5 de abril de 1985, como recogen las crónicas de entonces. Poco antes, en septiembre del 83 el nuevo presidente del Consejo Superior de Protección de Menores, había prohibido pegar a las internas y la utilización de celdas de castigo acolchadas y con puertas blindadas —oficialmente llamadas salas de reflexión—.

Más de 30 años después, la figura del Patronato de Protección a la mujer sigue siendo un misterio incluso para los expertos en Memoria Histórica. Apenas se conserva documentación, que fue abandonada o destruida con la marcha de las monjas. “Se ha tendido a la no investigación en general, por nuestra Transición basada en el olvido y en el silencio, y por la ley de Amnistía que lo ha dificultado mucho”, considera Teresa Fernández, la abogada de Women’s Link Worlwide. “Y al final son las mujeres las que quedan olvidadas, las invisibilizadas en todos los conflictos”. Carlos Álvarez apunta más bien a la opacidad de la institución, incluso durante su existencia: “La cara visible era el internado o reformatorio, pero nadie sabia lo que había detrás, no había oficinas del Patronato”.

Consuelo se ha encontrado con todo tipo de trabas a la hora de investigar cómo funcionó el Patronato, al que considera máximo responsable de este negro capítulo del franquismo: “Se quebrantó la frontera entre el bien y el mal. Las monjas estaban absolutamente convencidas de hacer el bien, lo que pasa es que su bien hizo mucho mal, pero no las culpo. No lo hacían para jodernos, sino porque estaban convencidas de que tenían que hacerlo así y la ley se lo permitió. Había monjas malas, como cualquier comunidad, pero el responsable es el sistema que permitió esto: una Gestapo a la española pero dirigida a la mujer”.

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