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El Papa mira el mapa y los chinos miran al Papa

Un pacto entre el Vaticano y Pekín tendrá consecuencias más allá de la cuestión religiosa

En el Vaticano, conectando el salón de los tapices con las estancias pintadas por Rafael y camino de la Capilla Sixtina, existe un largo pasillo cuyas paredes están cubiertas de frescos en los que aparecen mapas. En la actualidad, la riada de turistas lo atraviesa poco menos que al trote, pero hubo un tiempo —y mucho— en el cual la Galería de los Mapas era recorrida lentamente por el Papa, sus consejeros y sus generales. Allí se tomaban importantes decisiones en lo que ahora llaman geopolítica y entonces era simplemente el poder y la guerra.

En esos 40 trozos de pared se encuentran representadas la península italiana y algunas posesiones de los Estados Pontificios fuera de ella. Ríos, montañas, bosques, pueblos y ciudades están pintados según los bocetos del fraile y matemático Ignazio Danti, que era un poco el Google Maps viviente del siglo XVI. Ya había realizado una obra parecida en Florencia para Cosme de Médici; después el hijo de este, Francesco, lo mandó al exilio y así llegó a Roma. Cuánta vida tras los mapas.

Hoy prestamos menos atención a los mapas. Ya no es necesario ni saber leerlos para viajar, ni conocerlos para saber reconocer dónde estamos situados. Eso ya lo hacen los GPS y así no perdemos tiempo en aprender y podemos emplearlo en cualquier otra cosa inútil. Pero eso no significa que hayan dejado de ser importantes. Al contrario. Roma, Pekín y Taipéi llevan meses observando el mapa y Francisco se enfrenta a un dilema tal vez similar al de algún antecesor cuando caminaba por la galería vaticana.

Desde hace algunos meses, el Vaticano sopesa establecer un acuerdo con la República Popular China, un régimen que durante siete décadas ha perseguido duramente a los católicos e incluso ha creado una Iglesia católica paralela, denominada Iglesia patriótica. Esta es leal al Gobierno comunista y rechaza el nombramiento de obispos por el Papa. Los sacerdotes y obispos que no se adhieren a esta organización hacen frente a la clandestinidad y el encarcelamiento.  En el Vaticano creen que es hora de hablar, pero prefieren —marca de la casa— ir despacio, porque además hay resistencia interna. Una de sus figuras emblemáticas es el cardenal chino Joseph Zen, destacado por sus denuncias por las violaciones de los derechos humanos. Fuera de China también hay oposición. Al fin y al cabo, Juan Pablo II no pactó con Pekín. De hecho, nombró al menos un cardenal secreto chino. Y murió antes de revelar el nombre de otro, tal vez también chino. Sin embargo, el actual secretario de Estado, Pietro Parolin, que es señalado como uno de los impulsores del acuerdo, ha recalcado en varias ocasiones que la Iglesia no trata de sustituir al Estado chino. Una declaración claramente conciliadora con el régimen. Para Pekín la ganancia no es tanto en número —en China todos los cristianos suman entre 60 y 70 millones y los católicos son unos 12— sino en términos de reconocimiento por parte de una voz influyente en las sociedades occidentales. Y por el camino puede asestar un golpe de gracia a la rebelde Taiwán. Apenas ya reconocen al Gobierno de Taipéi 18 países —entre ellos, el propio Vaticano—, y un tratado con Pekín probablemente supondría una casi total reducción de la lista.

Los turistas se apresuran. Llega la hora de cerrar. Los mapas ahí siguen. Ex Oriente Lux. Y también nubarrones.

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