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El Papa Benedicto XVI llega a Cuba a defender su Iglesia

La agenda de Ratzinger se centra más en consolidar el papel de la jerarquía local como actor político que en forzar cambios a corto plazo en la isla

Hace 14 años, mientras viajaba hacia Cuba para iniciar una visita que atrajo la atención mundial, Juan Pablo II contestó algunas preguntas a los periodistas que le acompañaban en el avión oficial. Cuestionado por la diferencia entre la revolución cristiana y la marxista-leninista, el Pontífice consideró que la primera significaba la “revolución del amor” mientras que, “por el contrario”, la otra era “la revolución del odio, de la venganza, de las víctimas”. El viernes pasado, de nuevo en un avión, esta vez rumbo a México y Cuba, su sucesor, Benedicto XVI, declaró a otro grupo de corresponsales lo que pensaba sobre la doctrina que ha guiado la política cubana durante el último medio siglo: lo primero, que la ideología marxista “ya no responde a la realidad”, y en segundo lugar, que “si no es posible construir cierto tipo de sociedad, entonces se necesita encontrar nuevos modelos”.

Las dos visitas comenzaron con sendos rejones pontificios y unas expectativas de cambio más bien sobrevaloradas, ante las cuales ni entonces ni ahora el Gobierno cubano se ha dado por aludido. Hasta ahí las similitudes.

Desde 1998 muchas cosas han cambiado en la isla y en las relaciones Iglesia-Estado. Otras, casi nada. Entonces, pasado lo peor de la crisis tras el hundimiento de la Unión Soviética, Cuba estaba en plena contrarreforma bajo el liderazgo de un Fidel Castro hiperactivo y en guerra contra las secuelas “contaminadoras” de la apertura. Los márgenes de la iniciativa privada alentada en los años noventa —representados en el número de trabajadores por cuenta propia— se reducían cada día estrangulados por la burocracia y la desconfianza estatal, mientras las relaciones con la Iglesia eran más bien tensas. Como “gesto” hacia el Pontífice, el líder cubano declaró feriado el 25 de diciembre de 1997, una fiesta que él mismo eliminó del calendario revolucionario en 1969 con el argumento de que interfería las labores de la zafra azucarera. Después de tiras y aflojas diversos, las autoridades también permitieron por primera vez al arzobispo de La Habana, cardenal Jaime Ortega, dirigirse a los cubanos a través de la televisión.

En 1998 algunos quisieron creer que la mera presencia de Karol Wojtyla en la isla podría servir de catalizador de un cambio político y social de envergadura. Grave error. Como se demostró después, el Papa polaco se limitó a apuntalar el papel de la Iglesia Católica y a lograr algunas aperturas y concesiones en asuntos religiosos, algo a lo que no hay que restar valor pues sin duda allanó el camino del actual diálogo entre el Gobierno y la jerarquía católica, pero nada que ver con lo sucedido en Polonia una década atrás.

Catorce años después de aquel histórico viaje, nadie atribuye poderes dinamiteros a Benedicto XVI, aunque muchos confían en que su visita pueda servir para consolidar todavía más el papel de la Iglesia Católica en la sociedad cubana en estos momentos clave de su historia. La Iglesia ha ganado espacios, sin duda, aunque la mayoría de sus demandas históricas tienen plena vigencia: la concesión de permisos para la entrada de sacerdotes y monjas extranjeros, la autorización para la construcción de nuevos templos o el acceso a la educación y a los medios masivos de comunicación, eran algunas de ellas en 1998 y lo siguen siendo hoy.

Sin embargo, hay cosas que han cambiado. El año pasado la Iglesia Católica inauguró un moderno seminario a las afueras de La Habana. También ha podido ampliar su labor asistencial y crear una escuela de negocios en colaboración con una universidad católica española, además de promover encuentros académicos y discusiones sobre el futuro de Cuba a los que ha logrado invitar a destacados pensadores del exilio, como el economista Carmelo Mesa Lago. También ha apadrinado visitas de empresarios cubano-americanos como Carlos Saladrigas, quien en 1998 se opuso al viaje de Juan Pablo II y hoy lidera el Grupo de Estudios de Cuba, que promueve el diálogo con La Habana y que el exilio se convierta en “facilitador” de la transición y no en obstáculo.

En este tiempo Raúl Castro ha dado cierto oxígeno a la economía al abrir de nuevo las puertas a la iniciativa privada —hoy el número de cuentapropistas se acerca a los 350.000, más del doble que hace 14 años—, y ha permitido además a los bancos que concedan créditos a los nuevos empresarios y autorizando a los privados la contratación de mano de obra asalariada. Se han repartido millones de hectáreas a campesinos particulares, y con Raúl Castro —que sustituyó a su hermano en 2006— se ha abierto un inédito proceso de diálogo con la Iglesia que ha permitido la excarcelación de un centenar de prisioneros políticos desde 2010, entre ellos todos los presos de conciencia del llamado Grupo de los 75.

La reciente toma de iglesias por grupos de la oposición o las detenciones de las Damas de Blanco en vísperas del viaje de Benedicto XVI, son muestra de las cosas que no han cambiado y del nudo gordiano que en la isla hay que desatar. La Iglesia aspira a contribuir a ello, aunque algunos la acusen de colaboracionista. La visita de Joseph Ratzinger, como en su día la de Juan Pablo II, pretende ser un sonoro respaldo a la Iglesia que abra las puertas a otros cambios.

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