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El otro nombre del Estado laico

Según cualquier diccionario de la lengua española, laicismo o laicidad es la doctrina que defiende o propugna la independencia del individuo, de la sociedad y del Estado respecto de las religiones (cualquier religión) y, consecuentemente, de las organizaciones o colectivos, llamados iglesias que actúan en nombre de esas religiones o que las representan o dicen representarlas.

Entendido de este modo, el laicismo o laicidad no es sólo, como comúnmente se piensa, la separación entre Estado e iglesias, sino, exactamente, la "independencia del individuo, de la sociedad y del Estado de toda influencia religiosa o eclesiástica".

Por estas razones, una sociedad y un Estado laicos no pueden ni deben permitir que las iglesias dispongan de los medios para mantener o acrecentar su influencia sobre el conglomerado social. Y es por ello inexplicable que el Estado permita la existencia de escuelas o medios de comunicación regenteados o producidos por entidades religiosas, o la publicación de textos bajo la firma de cualquier persona que se ostente públicamente como representante o personero eclesiástico.

No faltará un ideólogo trasnochado que diga que la democracia está reñida con estas exclusiones. Pero la verdad es más bien lo contrario. La democracia, régimen político y jurídico nacido al calor de la Ilustración y la Revolución Francesa, encarna en el Estado laico. Dicho de otro modo, la democracia occidental es el otro nombre del Estado laico.

Así, en un Estado laico consecuente y no hipócrita o simulador, los ministros religiosos no deben votar ni ser votados, pues el sufragio es un medio para mantener la influencia de las religiones sobre los individuos, la sociedad y el mismísimo Estado.

Así, en un Estado laico consecuente y no hipócrita o simulador, los curas, pastores o ministros de cualquier confesión no deben ocupar cargos públicos, pues si los ocuparen podrían mantener o acrecentar su influencia sobre el conglomerado social.

Así, la lucha por el laicismo o laicidad o secularización es la lucha por la democracia, es decir, por la libertad, por la justicia y por la igualdad. Y todo intento, como el del senador perredista Pablo Gómez (antiguo incendiario hoy devenido en bombero), por vulnerar el laicismo duramente conquistado por la sociedad mexicana es, en realidad, un acto antidemocrático.

Curiosamente, las sociedades y los Estados más antidemocráticos son los confesionales, algunos, como Estados Unidos e Irán, por ejemplo, verdaderas teocracias, regímenes teocráticos sólo posibles por la desmedida influencia de religiones e iglesias en esas sociedades y Estados.

En Estados Unidos se protesta (se jura) sobre la Biblia, un texto religioso; el lema nacional es "Nosotros en Dios confiamos"; se va a la guerra de rapiña rogando (y dando por descontado) el favor de Dios; y se justifica el latrocinio bélico, y su cauda de millones de muertos, mutilados y heridos en templos y medios de comunicación en voz y plumas de predicadores y pastores que parecen salidos de las oscuridades de la Edad Media.

La poderosa influencia de religiones e iglesias, sobre todo de la dominante, se expresa en la descalificación y el combate de la educación científica y la promoción de la tesis ideológica del creacionismo. Y todos estos rasgos de la sociedad estadunidense, por absurdos y anacrónicos que nos parezcan, son objetivos, claros y concretos, de los jerarcas religiosos mexicanos.

El laicismo es, claramente, la defensa contra esos excesos y aberraciones. No se trata sólo de la separación de Estado e iglesias. Se trata de mantener y acrecentar la independencia de individuos, sociedad y Estado respecto de la influencia de iglesias y confesiones. 

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