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El objetivo de una educación laica

La nueva sociedad del conocimiento y la información, caracterizada por ser plural y heterogénea, plantea nuevas demandas a la educación. El sistema educativo no puede limitarse a la transmisión de conocimientos, sino que debe enseñar a convivir en la diferencia. Ello sólo es posible desde una ética cívica mínima, que recoja todo aquello que une a los ciudadanos/as y desarrolle principios y valores de respeto, tolerancia y convivencia. Igualmente, debe preparar ciudadanos/as activos, responsables y participativos. La Educación para la Ciudadanía, en sus variadas dimensiones, recoge y operativiza este reto, que sólo es posible realizar desde planteamientos de laicidad. Gran parte de la objeción a la nueva Educación para la Ciudadanía proviene de su carácter laico y ha sido propuesta desde sectores religiosos que temen perder su capacidad de control e influencia social.

La educación de las nuevas generaciones es una preocupación constante en todas las sociedades, ya que juega un papel determinante en la continuidad y renovación de la sociedad. Por eso, se ha llegado a proponer la definición de la especie humana como “aquella que cuida a sus crías”, la que más tiempo consume y dedica a conseguir que se hagan adultas, a que finalicen plenamente su desarrollo. Dada la debilidad con que nacen, es necesario un largo periodo de tiempo hasta que llegan a ser autónomas, capaces de vivir su propia vida, trabajar en su mantenimiento y participar en la mejora de la sociedad en la que les ha tocado vivir.

La experiencia acumulada en materia educativa es muy amplia, pero ello no exime de tener que revisarla y actualizarla de manera continua. Es fácil caer en la rutina y pensar que nuestras prácticas educativas son suficientes y que no necesitan actualización y revisión. Ahí están las asignaturas que hay que estudiar, los programas y contenidos más importantes de cada materia, los exámenes que hay que realizar y el profesorado que los debe impartir. Así, la educación repite año tras año los mismos planteamientos, alejándose de manera inconsciente de las demandas que le hace la sociedad y cerrándose cada vez más en el mundo propio de la escuela. Lamentablemente, se siguen manteniendo prácticas obsoletas que no responden a las nuevas situaciones del cambio social, prácticas justificadas únicamente por la tradición, por la costumbre.

Para evitar dichas prácticas, es necesario plantearse, de manera continua, dos preguntas. En primer lugar, ¿qué aprendizajes necesita adquirir una persona en la sociedad del siglo XXI? Frente a la continuidad acrítica de las distintas asignaturas y contenidos habituales, es necesario interrogarse por su adecuación y sentido, por las razones que justifican su permanencia en los planes de estudio, por la conveniencia y oportunidad de su sustitución por nuevas materias y contenidos. A la vez, preguntarse por las nuevas necesidades sociales, por los avances científicos y tecnológicos que han tenido lugar y que deben ser incorporados al proceso de enseñanza; por nuevos aprendizajes, tal vez muy alejados del contenido académico tradicional, pero imprescindibles para poder vivir en la sociedad actual; aprender a convivir con personas diferentes puede ser un claro ejemplo de estos últimos planteamientos.

A la vez, hay que plantear una segunda pregunta, ¿qué aprendizajes pueden y deben ser considerados básicos e imprescindibles para todos los niños y niñas, y por tanto su adquisición debe ser asegurada a todos y a todas? En la moderna sociedad del conocimiento, de la información y de la tecnología es necesario que los alumnos y alumnas desarrollen aquellas competencias básicas imprescindibles para poder vivir dignamente en la sociedad. Por razones de equidad es importante plantearse como meta y objetivo del sistema educativo la adquisición de los conocimientos imprescindibles y de las competencias necesarias para la vida. Es necesario garantizar que, a lo largo de la escolarización obligatoria, todos los alumnos y alumnas adquieran los aprendizajes necesarios e imprescindibles para poder llevar una vida digna como personas, capaces de dirigir su vida de manera autónoma, de convivir pacíficamente con personas muy diferentes, de insertarse profesional y laboralmente en la sociedad y de participar solidariamente en los problemas comunes.

Resulta imposible contestar a ambas preguntas si previamente no se analiza el cambio que ha tenido lugar en la sociedad a lo largo de los últimos treinta años, cambio caracterizado por el paso de una sociedad tradicional a una sociedad abierta, plural y heterogénea. La sociedad tradicional, en la que hemos vivido hasta hace pocos años, se caracterizaba fundamentalmente por la homogeneidad. El modo y estilo de vida eran muy uniformes y estaban claros los valores que la presidían, los comportamientos deseables y las conductas aceptadas socialmente. La homogeneidad social excluía la disidencia y, en la definición de lo considerado socialmente válido, jugaba un papel primordial la religión y la iglesia católica. El sistema educativo participaba también de estos planteamientos; estaba claro lo que había que enseñar, los valores en los que adoctrinar y el peso específico del catolicismo en la definición e impartición de la enseñanza era evidente. Por parte del Estado apenas se garantizaba la educación para todos hasta una edad demasiado temprana y quedaba un amplio campo de actuación en el terreno educativo que era ocupado por la enseñanza religiosa, dirigida, salvo algunas excepciones, a la educación de las clases medias y altas. La participación de la mujer en el sistema educativo era todavía más escasa.

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Jóvenes y laicidad INJUVE 91 dic 2010

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