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El nuevo pontificado: ¿transición a la española?

El reto es que el papa Francisco reforme las estructuras del gobierno de la Iglesia

No cabe duda del significado simbólico que ha tenido la transición española a la democracia, que ha hecho de ella objeto de análisis y reflexión en muchos países. Una de las claves estuvo en su protagonista: un político franquista que supo mirar al futuro y no dejarse aprisionar por el pasado. De la dictadura se pasó a la democracia, mediante el apoyo de un sector del régimen que aprobó sus medidas. El nuevo papa, salvando las diferencias entre el orden político y eclesial, se enfrenta a la misma problemática. Hay que reformar la Iglesia (“la Iglesia siempre necesita de reformas”) y en especial la curia romana, un organismo papal que se ha ido convirtiendo en un poder fáctico que, a veces, se impone al mismo papa. Ya no se trata de un problema coyuntural, sino estructural, “los papas pasan y la curia permanece”.

El nuevo papa fue jesuita y ocupó cargos importantes en la Compañía de Jesús, antes que en la Iglesia argentina. Es una paradoja que una orden religiosa en la que sus miembros hacen voto de no aspirar a ninguna dignidad eclesiástica y a resistirse a nombramientos, salvando siempre la obediencia a la Iglesia, acabe 500 años después teniendo un papa jesuita.

Bergoglio perteneció al sector tradicionalista, tuvo una teología conservadora y se opuso a la nueva orientación que asumió la Compañía con el generalato de Pedro Arrupe y el Concilio Vaticano II. Siempre fue una personalidad fuerte, con liderazgo y convicciones propias, que le generaron adhesiones y también fuertes críticas, sobre todo por el papel ambivalente que jugó en la época del régimen militar. No cabe duda de su capacidad de mandar, con la contrapartida de su personalismo que puede desembocar en autoritarismo. La pregunta es si el nuevo papa querrá y podrá reformar las estructuras del gobierno central de la Iglesia. No hay que esperar de él un cambio radical respecto del pasado reciente. Pero dentro del tradicionalismo imperante hay espacio para reformas descentralizadoras y que den más espacio al sínodo permanente de obispos, constituido tras el Vaticano II y que ha perdido el protagonismo.

Pero sería un error centrarlo todo en la reforma de la curia, condición necesaria pero insuficiente para una revitalización de la Iglesia católica. Desde el 16 de octubre de 1978 han gobernado la Iglesia dos papas tradicionales, más cercanos a los críticos del Vaticano II que a sus defensores. La involución se ha hecho notar en todos los ámbitos, entre otros en el nombramiento de los obispos.

Después de 30 años, la situación de la Iglesia no ha mejorado y los problemas se han agravado. ¿Se impondrá un cambio de rumbo global para avanzar en otra dirección o se mantendrá la misma, modernizándola exteriormente? Es una pregunta abierta, ya que no es lo mismo ser provincial de los jesuitas que cardenal de una megadiócesis, y mucho más papa de una Iglesia mundial. No hay que dudar de su inteligencia, ni se puede olvidar su pasado conservador, la pregunta es si desde ahí puede ser el papa reformador.

Hay que dar un margen al nuevo papa, pero su pasado no es muy esperanzador, aunque la valoración del papa Francisco sea muy diferente según los fines que se persigan. Su austeridad y sobriedad personal podrían también favorecer un papado con menos boato, que elimine los restos cortesanos e imperiales que todavía hay en el ceremonial pontificio.

Los enfrentamientos curiales dejaron paso a los cardenalicios y no sabemos todavía las condiciones y planteamientos que han desembocado en la actual elección. Y no pensemos que es el Espíritu Santo el que lo ha elegido. Dios inspira a toda la Iglesia, pero no anula la libertad, intereses y acciones de los agentes humanos. Por eso, un gran historiador de la Iglesia confesaba su fe en la Iglesia, a la que no se la han podido cargar un buen lote de papas indignos a lo largo de la historia.

Un papa reformador es la esperanza del catolicismo, pero es la Iglesia toda, desde los cardenales y obispos hasta el pueblo de Dios, la que tiene que abrirse a una reforma interna y externa. Hay que actualizar el Vaticano II en un nuevo milenio y en el contexto de un mundo globalizado y mucho más complejo que el de los sesenta. De ahí dependerá el futuro de la Iglesia en esta primera mitad del siglo XXI. Ojalá que el papa Francisco sea de verdad el de la transición a un nuevo modelo de Iglesia, más evangélico y acorde con la mentalidad y sensibilidad actual.

Juan Antonio Estrada es catedrático de Filosofía en la Universidad de Granada.

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