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El Laicismo en los tiempos descreídos

Es posible que la idea laicista no haya estado desde hace mucho tan presente en la conversación pública en España como lo está -intermitentemente- en  los últimos tiempos. La reclamación de laicismo ha sido durante décadas un ruidito de fondo permanente pero poco intenso. De modo un tanto paradójico ha sido la irrupción de confesiones minoritarias, sin estatus privilegiado, la que ahora trae el tema cada poco a la gritona primera fila de la discusión.

Quizá sea este el motivo de que también parezca que nunca el laicismo se usó tan retorcidamente como lo es a menudo ahora. Cuando se leen reclamaciones tan peregrinas como  “yo soy laicista porque estoy orgullosamente en contra de la religión, pero no me llame anticlerical que eso es muy agresivo”, empiezas a pensar que algunas personas han encontrado una piedra que tirar pero tampoco la han mirado muy de cerca. Porque el laicismo consistiría exactamente en lo contrario, a saber, estar completamente en contra del poder político de los clérigos sin que eso tenga en principio que ver con que se profese una religión, otra o ninguna.

Invocar el laicismo parece también por parte de algunos de sus defensores una jaculatoria que se repite sin haber asimilado cuál es el núcleo mismo del concepto, que resulta que requiere la aplicación imparcial del mismo conjunto de reglas a cualquier religión independientemente de la intensidad de nuestra antipatía hacia ella y de que creamos que es verdadera o falsa, nacional o extranjera, buena o mala. Si la exhibición de religión solo choca cuando esta es diferente de la que empapa nuestra cultura, expresar ese shock será lo que sea, pero laicismo no es.

Ya no digamos el caso frecuente de laicistas de pro exigiendo que tales o cuales personas particulares (no funcionarios ejercientes) no muestren su religión por laicismo. Nada menos. No el Estado, sino personas corrientes haciendo cosas corrientes, es decir, justo esas personas para cuya actividad religiosa pacífica pública sin interferencias se edificó todo el invento. El laicismo consiste en que el Estado sea laico para que las personas puedan ser lo que quieran, laicas o religiosas. No al contrario, querido laicista de palo.

Cómo llegamos a algo tan posmo en el siglo XVIII

Quizá no es un mal momento para que pensemos de nuevo en el laicismo como era cuando se inventó, porque no se inventó porque algunas personas tiquismiquis no quieren que el Ayuntamiento ponga un Belén en Navidad. Fue un recurso para salvar vidas. Una cosa en plan “esto suena muy loco pero nada puede ser peor que lo que soportamos ahora”.

(Eso fue en otros tiempos, pero esos tiempos nunca están tan lejos como parece).

Antes de llegar a este descubrimiento, Europa pasó por varios siglos de guerras de religión y persecuciones a los herejes y disidentes interiores, para no hablar de pogromos, limpiezas étnicas de minorías religiosas y así sucesivamente. Ahora estamos muy orgullosos (sobre todo si escribimos editoriales bienpensantes en la prensa o si tenemos muy poca memoria) de los principios democráticos occidentales y de la “superioridad como civilización” que por lo visto nos caracteriza, pero la mayoría de países llegaron a eso (si han llegado) después de mucho tiempo de genocidio interior minucioso y apasionado. Y España prácticamente llegó hace un rato renqueando, después de muchos siglos de inquisición, limpieza étnico-religiosa, guerras por la Fe y curas con trabuco.

El destrozo causado por la religión de Estado (Cuius regio eius religio) como principio de unidad territorial, social e ideológica. El odio sin límite entre religiones. El hecho de que los contendientes tuvieron que acabar aceptando que ninguno iba a ganar del todo mientras que el daño era continuo. Esto fue lo que condujo a inventar el laicismo.

Cuando ya se ha probado todo sin éxito, queda la opción de probar a ser razonable: ¿había algún principio alternativo de gobierno que permitiera la coexistencia pacífica de personas de diferentes creencias? ¿Como la tolerancia? ¿Que la religión del Estado no fuera obligatoria?  Suena loquísimo porque seguramente Dios no nos perdonará que no matemos a los herejes que envenenan la Tierra con su impiedad, pero de verdad, estamos muy cansados de persecución y matanza. Queremos un respiro.

Esto empezó como un arreglo chapucero con el que Dios no iba a estar muy contento, pero vino el desarrollo de la Ilustración y más tarde de la teoría liberal, y la nueva legitimidad que ambas edificaron cobijó el principio del Estado laico ya con pleno convencimiento. Con el tiempo, incluso la legitimidad del Estado encarnada por el Rey cambió y pasó a ser del Pueblo, que no se sabe bien qué es pero es una cosa llena de gente, y no toda la gente profesa las mismas creencias, así que hay que inventar otra fuente de consenso.

Por eso no viene mal recordar que el laicismo no es un lujo para cuando la religión ya no nos importa mucho y las diferencias entre católicos y protestantes se han vuelto irrelevantes, sino que es una cosa para cuando la gente literalmente odia a los de otra creencia y para algunos esto es literalmente una cuestión de vida o muerte. No vale “es que la neutralidad no aplica en este caso porque esta es realmente una creencia odiosa”. Aplica precisamente cuando la creencia de Los Otros es odiosa. Se inventó para eso.

¿Pero al final qué era el laicismo liberal estándar?

La Ilustración y la teoría del Estado liberal que la siguió dieron forma a los principios laicistas como parte natural de los derechos civiles individuales y de su teoría del Estado. En su marco el laicismo fluye con gracia y naturalidad, porque es una extensión de la libertad de expresión y conciencia, y de la concepción del Estado como un ente incoloro, inodoro e insípido:

  • El Estado no tiene religión. Ese es un atributo voluntario de adscripción de las personas individuales, no del Estado ni de sus instituciones.
  • El Estado tiene dos obligaciones respecto a la religión: la primera y principal, respetar la libertad de creencia y pensamiento de cada uno, así como la de asociación y de culto, no discriminando a nadie por su religión o quitándole derechos civiles por ella.

Estas serían sus obligaciones negativas: las de “no hacer” o ser ciego a la confesión religiosa. Este es el núcleo de la reclamación laicista del marco liberal clásico. La religión como asunto privado.

Adicionalmente, y como segunda obligación derivada de la primera, habría una obligación positiva, la de proteger activamente la integridad y libertad de los ciudadanos, no permitiendo ataques por causas religiosas de parte de otras personas.

Y en su versión extendida, y como parte de su fin general de favorecer (o no estorbar al menos) la realización personal y el bienestar de sus ciudadanos, quedaría el considerar sus actividades religiosas libres y voluntarias como una parte de ese fin general.

Aquí ya empezamos a ver que todo no es fácil. Hay problemas de insuficiencia en esta concepción, problemas además comunes a todo el marco de derechos y legitimidad del liberalismo clásico. Señalemos dos:

  • No tiene un concepto de bien común como tal. Puede negarlo o más frecuentemente no discutirlo o mantenerlo implícito. Pero para las concepciones enfrentadas de bien común no hay un criterio neutro liberal de arbitraje. Por tanto no hay un papel tornasol fácil de usar que nos ayude a decir cuándo una actividad religiosa va a favor de la realización personal y el bienestar, cuándo va en contra y cuándo ni fu ni fa.
  • Lo que nos lleva al énfasis liberal en un marco conceptual en el que la comunidad y los vínculos de pertenencia no existen ni se “ven” desde la ley, solo hay individuos abstractos y desnudos frente al Estado. Esta decisión ideológica central no importa igual en todos los temas, pero en este importa mucho.

No me digas que hay más problemas

Pero no acaba aquí la cosa, porque hay  más problemas: hay  zonas grises fronterizas que serían inevitablemente polémicas con cualquier marco político, y que encima serán más grandes cuanto más hayamos ampliado el papel del Estado en cuanto a obligaciones positivas para los ciudadanos: esas obligaciones de hacer cosas. Hacer cosas siempre es un lío.

Total, que entre unas razones y otras a cualquiera se le ocurre una lista tentativa de puntos problemáticos que no quedan automáticamente resueltos solo con recitar dos principios sencillos. Esta por ejemplo es la mía provisional:

  • Los agentes del Estado, a la vez personas privadas y funcionarios neutrales, ¿tienen religión o no? En principio dependerá de si están de servicio, pero como no somos autómatas nada es tan sencillo. De ahí las objeciones de conciencia o las broncas con la ropa o normas de uniformidad.
  • Los particulares actuando en un espacio público, en el sentido genérico de espacio público -un espacio educativo, una playa- ¿están obligados a la no exhibición de religión? y ¿cómo se priorizan sus obligaciones como ciudadanos con su derecho a mostrar libremente su religión o cualquier otra creencia? Si no podemos exhibir nuestras opiniones en la plaza pública ¿qué libertad de expresión es esa? Por el otro lado, llamar públicamente a oprimir grupos humanos en nombre de nuestra religión no debería tener más bula de la que tiene en otro caso. Ni menos tampoco.
  • Las actividades del Estado como patrocinador o mecenas universal de actividades culturales, celebraciones tradicionales o comunitarias, ¿hasta dónde pueden llegar sin convertirse en actividades confesionales y en privilegios? Esto daría para un tratado de casuística jesuita en dos tomos si pretendemos deslindar lo que es tradición, culto, tejido social comunitario, presión eclesiástica, privilegio, cultura popular y así. Y nunca acertaremos del todo porque esas cosas han sido uña y carne durante siglos y a ver por dónde se separan ahora. Sin embargo, tampoco todo da lo mismo: ¿a quién le das dinero, un local o apoyo? ¿A los vecinos, al párroco, o da lo mismo? No, el segundo no es el representante ni el superior de los primeros: eso es solo doctrina católica, y el Estado no es católico. Si da dinero para esas cosas lo que encaja es darlo a los ciudadanos como tales, a sus asociaciones libres que votan y a las que se puede exigir cuentas, a organizaciones reguladas por la ley civil. Si las iglesias (y son todas) se rigen por principios jerárquicos, discriminatorios, no democráticos y especialitos, como tales no deberían recibir nada.
  • La financiación de instituciones o actividades de culto como parte de la promoción del bienestar y los derechos de sus ciudadanos ¿hasta dónde puede llegar sin caer en lo mismo? Cada país -más o menos- laico lo intenta resolver a su manera y hay cosas buenas y malas que decir de cada una (excepto de España que consigue reunir los inconvenientes de todas). Si no tuviéramos la historia que tenemos, subvencionar cultos no sería tan diferente de subvencionar talleres de yoga y clases de taichí. Pero con la historia que tenemos, no es ni parecido. Ni remotamente. Así que el régimen fiscal, financiero y con respecto al dinero público para el culto, ¿cuál debería ser? La pregunta no es académica en un país donde la Iglesia antes estatal recibe miles de millones anualmente y cuyos privilegios fiscales la convierten en un paraíso fiscal menor por derecho propio. Desde el punto de vista del Laicismo 101 la cosa está clara: ni un euro para ningún culto y que se lo paguen los creyentes. Como punto de partida es justo, pero no del todo práctico tampoco. Porque la iglesia de toda la vida ha acumulado un patrimonio enorme que hay que mantener y proteger y que es nuestra historia, y en cambio las iglesias recién llegadas no tienen dinero ni patrimonio y sus feligreses son en general más pobres. A ver qué narices es, en tales circunstancias, tratar igual y con neutralidad a todas las confesiones.

Algunos de estos puntos difíciles podemos debatirlos para buscar compromisos meramente prácticos, o podemos deslindar las trampas semánticas que esconden otros (la ambigua definición de “espacio público” por ejemplo), pero no podemos negar que sí hay conflicto real en muchos de ellos, porque traslucen sistemas de valores rivales e incompatibles, que por naturaleza están siempre en ruta de colisión.

Las zonas de colisión de valores son aquellas en las que los valores igualitarios y democráticos (parte de los aceptados como no renunciables ni opcionales en la base ideológica constitucional y los DDHH) chocan con los religiosos, porque todas las religiones tienen valores explícitamente opuestos e incompatibles con ellos. ¿Dónde se pone el límite de lo que se debe tolerar, o se puede siquiera tolerar?

Y luego está que claro, esos valores se nos inculcan con la educación. Y la educación es (y no puede evitarse ni debe hacerse) en una buena parte la enculturación por parte de la familia y la comunidad más inmediata en sus propios valores.

Pero también es la inmersión en los valores y el aprendizaje que quiere la sociedad en conjunto y eso también tiene parte de legítimo, por dos motivos: el primero es aquel de las obligaciones del Estado moderno con sus ciudadanos (por ejemplo, darles educación).

El segundo es esa cosa que el Estado liberal no discute abiertamente porque no tiene hueco formal para ella: que los valores igualitarios y democráticos hay que enseñarlos igual que los otros, y que ninguna sociedad sobrevive sin organizar (para bien y para mal) su reproducción, sin suscitar de algún modo adhesión. Llámalo adoctrinamiento si quieres ser despectivo, pero es educación y enculturación, está por todas partes, no deja de existir porque lo mantengas en la “agenda oculta” de la escuela, y es algo que sucederá de todas maneras, bien o mal pero se hará. Mejor que se haga bien.

Cuando se inventó la idea de libertad religiosa, el marco ideológico general del liberalismo naciente no era igualitario y menos aún democrático, y por lo tanto el conflicto era menor. La gente se tomaría la religión más en serio que ahora, pero sus valores desde muchos puntos de vista eran más similares que su confesión (por ejemplo en el estatus y derechos de las mujeres).

En la Ilustración tampoco se reclamaba para los minoritarios más que tolerancia social y neutralidad del Estado punitivo, no apoyo activo o igualdad con la confesión mayoritaria, que además seguía teniendo una fuerte adhesión. En gran parte ese sigue siendo el punto donde estamos en España, país de Estado confesional y religión única hasta hace poco, donde tolerar a los adversarios sin meterlos en la cárcel parece el desiderátum máximo, y ni siquiera cumplido del todo.

¿Es eso coherente con la idea laicista plenamente desarrollada, es decir, igualitaria y democrática? No, no lo es, y apenas vale la pena discutir esto en detalle, porque es evidente. Por lo tanto, la solución a los conflictos de valores, de consenso social, de deslinde del ámbito público o de derechos, no pueden resolverse con semiconfesionalidad vergonzante y semitolerancia reticente y despectiva hacia los adversarios, que es más o menos lo que venimos haciendo.

Hay sin embargo aquí un conflicto real que no se solucionaría tampoco fumigando zotal a cañón para extirpar la religión hasta del último sótano y la última cueva del poder estatal: el de la tolerancia con la intolerancia, el tratar como iguales y libres a quienes propagan y practican la desigualdad y la opresión, el conceder libertad de expresión para propagar ideas contra la libertad de expresión (ver otro ámbito donde pasa igual, como el nazismo)

El multiconfesionalismo como falsa solución

Como si fuera algo que sucede casi espontáneamente, sin discusión y sin estar en ningún programa, y como aparente solución (engañosa) a los conflictos planteados, una especie de multiconfesionalismo jerarquizado parece ser el camino de menor resistencia que nos están vendiendo últimamente: repartir migajas de privilegio a confesiones minoritarias y venderlo como si fuera neutralidad del Estado.

Y verdaderamente, ¿por qué no reconocerlo como una forma alternativa de neutralidad del Estado? Si se reparte dinero, reconocimiento, espacio público y privilegios a todos, también eso sería neutralidad y por tanto laicismo. Si reparte unas migas también a asociaciones filosóficas ateas (o cualquier ente que incluya “ateo” y “agnóstico” en el nombre) para que no se le pueda achacar deísmo estatal, ya rematamos la faena cum laude. ¿No?

No. Eso es engañoso, fraudulento y no resuelve nada, aparte de empeorar algunas cosas. Y por qué, se dirá:

  • porque no defiende al individuo contra su comunidad, a la que permite que sustituya la autoridad del Estado con la suya propia.
  • porque es la coartada para la confesionalidad disimulada del Estado a favor de la confesión privilegiada o mayoritaria, cuyos privilegios siempre van a ser abrumadoramente mayores.
  • porque es también la coartada para justificar la persecución religiosa por parte del Estado a los disidentes de la nueva ortodoxia ampliada: las confesiones llegan muy rápido a acuerdos de lobby para ampliar en lugar de suprimir la persecución legal de todo lo que cada una considera blasfemo.
  • porque en la práctica es racismo institucionalizado: abandonar a su suerte a los ciudadanos de confesiones minoritarias frecuentemente asociadas con una etnia racializada, porque en el fondo no se les considera merecedores de plena ciudadanía y
  • porque en la práctica es sexismo institucionalizado: la parte de ese grupo que seguro va a ser perjudicada por la aplicación de las reglas religiosas por encima de la ley van a ser siempre las mujeres. Puede que no sean las únicas, pero apostar por la opresión de las mujeres en cualquier confesión es apostar sobre seguro.

Ahora las propuestas positivas, venga

Voy entonces a recapitular qué podríamos defender, qué podemos reclamar con seguridad porque pisamos el terreno firme de los derechos fundamentales:

– El laicismo es el punto de partida porque es la única opción aceptable para respetar la igualdad ante la ley, la libertad personal y los derechos civiles y políticos  fundamentales.

-El laicismo consiste en que el Estado es laico, no las personas. Precisamente exigir ocultar la confesión o las creencias a los ciudadanos en nombre del laicismo es utilizar este como coartada perversa para lo contrario, es decir, para anular su libertad de creencia o de expresión.

-Sin embargo, esto tiene un límite cuando una persona está ejerciendo de autoridad pública como agente estatal (o del ayuntamiento o lo que sea), porque entonces no debe presionar a los otros ciudadanos ni asociar su religión personal a la autoridad pública que sirve. Si el límite debe estar en la prohibición absoluta de mostrar cualquier símbolo religioso, o no, no es fácil de decidir, pero recordemos: cualquier cosa que prohibamos se la tenemos que prohibir a todos. Sí, a los católicos también. Sí, la medalla de la Virgen del Carmen de nuestra tía Pilar administrativa del polideportivo municipal entra ahí. Si eso te parece exagerar, entonces lo de otras religiones también. Habrá que darle una vuelta.

-El derecho de profesar una religión (o no) es un derecho de las personas, no de las iglesias. Ni de las ideas. Ni de las divinidades. Derivan del consenso social sobre derechos humanos, no de los mandamientos divinos ni de la autoridad moral de clérigo alguno. Por eso no tiene defensa posible el delito de blasfemia: Dios no es un sujeto de derechos en un Estado democrático. Los creyentes sí lo son, y si se sienten ofendidos y atacados con la blasfemia y la irreverencia ¿tienen derecho a no ser ofendidos? No siempre es fácil decidir, pero si lo pensáramos en los mismos términos que cualquier otro delito de opinión la mitad de la perplejidad se disipa. Si podemos pensar en “ofender a Dios” en los mismos términos que ofender a otros símbolos sagrados u otras autoridades mundanas, como la bandera, la realeza o los jefes de gobierno todo se vuelve más fácil… Espera, no. Eso era antes. Bueno, pensemos en ello como eran estas cosas antes de las últimas reformas legales.

-Precisamente por lo anterior, ninguna iglesia, familia o autoridad religiosa tiene derecho en nombre de la religión a limitar la libertad religiosa de ningún miembro de su comunidad o fe (ni del resto tampoco). Podemos estar seguros que limitar la libertad de sus miembros va a ser una reclamación que hacen todas y que todas van a considerarlo como parte irrenunciable de su fe. Por eso no hay que perder nunca la línea del bajo: el derecho es de las personas, no de las organizaciones. Siempre.

Algunas otras cosas que yo creo que podemos positivamente defender no son tan seguras, es cierto. Ni derivan con certeza directamente de los derechos humanos. Sin embargo requieren una posición, incluso si esa posición es en sus tres cuartas partes tácita y en su cuarta parte restante algo dudosa. No otra cosa pasa en el resto de ámbitos ideológicos no religiosos, al fin y al cabo:

-Todas las religiones tradicionales y extendidas proclaman valores incompatibles con los DDHH. Es un hecho con el que tenemos que lidiar. La mayoría de los miembros corrientes (no fanáticos o integristas) de todas las confesiones lidian con ello por el sistema de ignorarlo y defender cosas incompatibles simultáneamente (con variada sinceridad). Es el sistema que genera menos dolor y conflicto moral, y el único al que se atreve mucha gente. Hay que tenerlo en cuenta.

Algunos son más refinados y elaboran reservas explícitas con los puntos más hirientes de su tradición. Dado que todos hacemos cosas parecidas en algún ámbito de nuestra vida y que la coherencia completa no es asequible a los humanos, no creo que sea algo que echar en cara como si todos los creyentes cohonestaran todos los crímenes de su fe. Pero tampoco el Estado y el resto de nosotros tenemos que respetar esos valores de ningún modo directo: el principio de libertad religiosa y neutralidad estatal no obliga de ninguna manera a permitir que opriman a otras o incumplan la ley en nombre de la fe.

Claro, aquí el punto está en la palabra directo: porque ciertamente, permitir el proselitismo y la educación es en cierto sentido respetarlo indirectamente; y por otra parte prohibir ambas cosas no es diferente de la persecución religiosa. Lo único que queda es aceptar hasta cierto punto el camino de incoherencia que muestran los creyentes: “o enseñas derechos humanos en tu escuela o no abres escuela; y luego ya si eso os levantáis al amanecer para agradecer a Dios su ayuda en la batalla contra los malvados, venga”. Y sea cual sea la solución ad-hoc para cada problema derivado de ello, no puede ser diferente para unas y otras confesiones: Santiago Matamoros, la Guerra Santa y la Providencia derrotando a la Armada Invencible están en la misma carpeta, junto con la Virgen Capitana matando franceses, y la carpeta está rotulada como “No preguntes. No, en serio, no preguntes”.

De la teoría solemne y cristalina a la ñapa, y vuelta

El principio laico está bien y parece sencillo de aplicar hasta que te pones a aplicarlo y entonces te vas tropezando con perplejidades, nuevas injusticias, zonas de conflicto y excusas. Entonces hay que bajar al barro y decidir qué soluciones subóptimas provisionales defendemos para cada perplejidad que vamos encontrando, lo que más que principios democráticos sencillos y solemnes es hacer ñapas. Lo que viene siendo salir del paso. Cuesta perder la vergüenza y el poquito de angustia de defender la ñapa  como programa político, pero hay que perderlos.

¿Volvemos a encontrar algún principio más allá que nos permita ir con la cabeza un poquito más alta?

Yo creo que sí, uno que es más general que el laicismo pero que en el fondo lo resume y lo incluye:

Que algo sea moralmente malo no es motivo suficiente ni te da derecho a prohibirlo.

Necesitas además que cause un daño a los derechos de otras personas o al bien común de suficiente gravedad para justificarlo. Y buena suerte definiendo el bien común y el daño a los derechos de otros. Así que mejor ir con prudencia.

Por supuesto, también es cierto que el que algo sea moralmente bueno no da derecho a nadie a imponerlo, y no digamos ya a cobrárnoslo en impuestos.

¿Esto es relativismo moral? ¿Podemos hacer ya el chiste “es su cultura y hay que respetarla”?  No. Nada más lejos del relativismo moral que esto. De todos los errores que probablemente he cometido arriba, ese seguro que no es uno.

Coda final: hablar de libertad de expresión con la que está cayendo, como referencia y piedra de toque de cuál debería ser nuestra actitud con las religiones y su relación con el Estado, ha pasado de ser una referencia normal y sobada a parecer casi burlesca. Pero tampoco esto dejaremos que dure para siempre.

Jesús Martínez – Ignacio Miñambres – Carlos Sirera

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.
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