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El Estado que yo quiero

Me gustaría vivir en un país en que los privilegios no fueran legales.

El debate de esta semana en torno al Concordato firmado hace 55 años entre la Santa Sede y una República Dominicana entonces subyugada al autoritarismo de un dictador pone de relieve esta situación.

La discusión se generó por la eliminación de una propuesta para que todas las iglesias pudieran oficiar matrimonios con validez civil.

A nadie se le ocurrió expresar en voz alta en la Asamblea que el verdadero debate debía girar en torno a la laicidad.

El Estado domincano, al que tantas veces reclamamos soberanía, acepta como suyos actos civiles de otro Estado (uno confesional) y que deberían serle exclusivos.

Yo quiero un Estado en el que ninguna iglesia pueda suplantar las funciones del Estado, porque la ciudadanía tiene derecho a no pertenecer a ninguna.

No se remedia un mal con otro mal. El Estado que deseo permite la libertad de cultos, apoya que la gente viva en la fe, si así lo desea, pero no representa a ninguna iglesia y no hay iglesia que pueda sustituir sus labores.

Me sentiría mejor en un Estado que no tenga el compromiso de subvencionar mensualmente a ninguna iglesia, ni construir las instalaciones que alojan a sus prelados, como manda el Concordato, por ejemplo.

El alegato de que se trata de un convenio entre Estados no me convence. Imagínense que EEUU o Francia quisieran que sus autoridades en el país pudieran ejercer con validez legal en nuestro territorio. Los gritos de ¡injerencia! no se harían esperar.

Ha quedado demostrado que somos una sociedad conservadora.

Sino la más derechista del continente americano, cerca. En la última encuesta de cultura política de la democracia, realizada por el Barómetro de las Américas, aparece que el 66.6% de nuestra gente se define como de “derecha”. Es su derecho.

Yo quiero un Estado que me represente también a mí, que no lo soy.

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