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El diablo y los pecados de la carne

El Papa hizo el viernes pasado unas afirmaciones que, como es lo habitual, a los pobres pecadores e ignorantes de lo divino nos dejan confundidos y trastocados

El Papa Francisco hizo el viernes pasado, en una misa en la capilla de la Casa de Santa Marta, en Roma, unas afirmaciones que, como es lo habitual, a los pobres pecadores e ignorantes de lo divino nos dejan confundidos y trastocados. Y es que nada mejor que el lenguaje religioso para sólo entender bien que no se entiende nada; aunque eso sí, es perfecto para embaucarnos en un sentimiento difuso de culpa, de miedo y de indefensión sutil ante esa visión cristiana tan triste, tenebrosa y negativa del mundo y de la condición humana.

Entre otras muchas afirmaciones, tan amenazadoras y atormentadas como suelen ser todas las homilías cristianas, el jerarca católico emitió una sentencia, ya digo, muy típica de su arsenal ideológico, que, si nos la tomáramos en serio, sería para encerrarse en un cubículo el resto de nuestros días y ni pestañear (lo cual, por cierto, ha sido una práctica habitual durante siglos, y no es de extrañar): “El diablo existe” y “Los enemigos de la vida cristiana son el demonio, el mundo y la carne”.

Y ahí quedó eso, en pleno siglo XXI, casi dos siglos después de que Darwin demostrara con pelos y señales que lo que nos cuenta el clero son pamplinas; aunque lo que ellos dicen, ya sabemos, sienta cátedra ante sus millones de adeptos. Porque es que eso de pensar y reflexionar un poco es una lata, además de un pecado mortal.

Tema interesantísimo el del diablo. Supuestamente la encarnación del mal. Nadie que haya sido educado con la religión de por medio (en este país hasta el apuntador) desconoce la fuerza de esa imagen terrible que nos metían en la infancia con embudo en el subconsciente, asociada a ideas tan tenebrosas como el miedo, el castigo eterno, las llamas terribles del infierno que, según los cristianos, nos acechan a los mortales, como una espada de Damocles, prácticamente por el solo hecho de existir y respirar. Porque somos humanos, y todo lo humano, para los cristianos es pecado mortal. Por supuesto, siempre sólo en los demás. Porque si alguna deidad tuviera que juzgar las enormes maldades cometidas por el cristianismo a lo largo de los siglos, me temo que en el infierno no habría, ni de lejos, suficiente fuego ni suficiente lugar.

Lo de los pecados del mundo y de la carne forma parte del mismo cantar. Aunque eso de “la carne” es un símil muy poco acertado. Cuando nos hablan del “pecado de la carne” desde la más tierna infancia, pues se pasan veinte pueblos, la verdad. Yo, al menos, no entendía de qué me hablaban, y la imagen que me venía a la mente era un plato de filetes; y me preguntaba cómo era posible que mi madre me hiciera tanto pecar, porque para ella que yo me comiera entero un filete era casi como una obsesión, y para mí un verdadero martirio. En realidad, cuando nos hablan de los manidos “pecados del mundo y de la carne” no se refieren a otra cosa que a las maravillosas cosas humanas, al amor, a la felicidad, a la alegría, a la sexualidad (sin la cual, por cierto, nadie existiría, ni siquiera el Papa). Al dinero no, no creo, al propio no, sólo al ajeno, como lo corrobora el que perciban del Estado español anualmente once mil millones de euros, en base a un tremendamente abusivo Concordato, mientras miles de españoles están pasando hambre.

Ya en la adultez conseguí entender el significado profundo de ese símil aterrador del diablo con que el cristianismo nos ha asustado secularmente. Y ahora entiendo qué es y dónde se encuentra el mal. No hace falta irse a terrenos de ultratumba para tener contacto directo con la maldad diabólica, porque la tenemos muy cerca. El odio, la violencia, el fanatismo, la sinrazón, la intolerancia, el desprecio a los derechos y a la dignidad de las personas y de los seres de otras especies, el freno a la libertad, la incitación a la ignorancia y al odio, la manipulación de los cuerpos, de las mentes y de la moral; el afán desmedido de poder y dinero, el bloqueo del pensamiento y de la cultura, de la alegría, de la comprensión profunda de la vida, de la felicidad…

¿Qué mayor infierno para un ser humano que le condenen al hambre y le despojen de su derecho a la plenitud, a la evolución, a la felicidad? ¿Qué mayor infierno que perder a un hijo enfermo porque se le niegan los recursos médicos? ¿Qué mayor infierno que la impotencia y la miseria? ¿Qué mayor infierno que vivir rodeado de abuso, despotismo, mentiras y depravación? Que no nos hablen de más infiernos, que estos son más que suficientes. Millones de españoles llevan años viviendo en un infierno por la indecencia política y la corrupción, que en la derecha, tan cristiana, es la norma, no la excepción;  aunque sobre estos infiernos el clero mantiene un espeso y muy elocuente silencio. ¿Dónde están el bien y el mal? ¿Dónde está el tétrico infierno cristiano? Algunas pistas nos daba Dante Alighieri en La Divina Comedia.

Nietszche decía, por cierto, que las religiones son el peor cáncer de la humanidad.

Coral Bravo es Doctora en Filología

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