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El derecho a morir con dignidad

Muchos somos los que hemos visto a personas muy queridas que, debido a la enfermedad que tenían, tuvieron una muerte larga, penosa, dolorosa y humillante. Y era la propia persona que se estaba muriendo la que deseaba morir lo más pronto posible, irse sin pena y sin dolor, y sobre todo, con dignidad. Y, en cambio, era muy poco lo que el enfermo y sus familiares podían hacer para ayudarle. La ley no lo permite.

La mayor razón de ello es un prejuicio religioso que, como en el caso del aborto, habla de la santidad de la vida, sin ser sensible al significado y calidad de dicha vida. Está, como todo sentimiento religioso, basado en fe, en creencias, y escapa a cualquier raciocinio. Y es un indicador más del enorme poder que tiene la Iglesia y de su influencia negativa en la cultura popular que tal posibilidad ni siquiera haya sido considerada por los llamados representantes de la población.

Ni que decir tiene que es un tema complejo, pues puede dar pie a abusos, es decir, que este derecho fuera utilizado por los familiares o personas próximas al enfermo como manera de aliviar su propia incomodidad, añadiendo presión al enfermo para que firmara y diera su consentimiento para que le ayudasen a morir. Pero hay mecanismos y regulaciones que pueden disminuir la posibilidad de este abuso, adquiriendo, por ejemplo, la autorización en un momento de mayor normalidad en el que el paciente pueda decidir en una situación menos estresante, o incluso cuando no estuviera enfermo en fase terminal.

Así se está haciendo en cuatro Estados de EEUU: Oregón, Washington, Vermont y Montana. Y la popularidad de dicha medida explica que otros Estados estén considerando aprobar leyes semejantes. La intervención pública permitiendo la muerte asistida por personal sanitario se llama Death with Dignity Act (ley del derecho a morir con dignidad), y se está extendiendo a lo largo de EEUU. Ello es un indicador de la pérdida de influencia de las religiones en la sociedad. En realidad, ha sido la constante de las religiones, y muy en particular de las iglesias cristianas (y más concretamente de la Iglesia Católica) el valorar el dolor como instrumento de redención y purificación, concepción que adquiere mayor contundencia en el proceso del final de la vida, camino –según dichas religiones– hacia el otro mundo, donde se desarrolla la plena realización de aquel ser. Tal creencia tiene que respetarse por mera coherencia democrática. Cualquier ciudadano tiene el derecho a practicar su religión, según los cánones que marque su iglesia. Ahora bien, este mismo ciudadano no puede imponer sus creencias al resto de la sociedad, tal como las iglesias desean, y muy en particular la Iglesia Católica española, que tradicionalmente ha tenido una relación privilegiada con el Estado español, tanto durante los periodos dictatoriales como en los escasos periodos democráticos que España ha tenido en su historia. La Iglesia Católica española no solo no es un instrumento democrático, sino que es antidemocrático, puesto que nunca ha aceptado que sus creencias son particulares (es decir, debieran afectar solo a sus creyentes) y no universales (es decir, que apliquen a toda la ciudadanía).

Y la dirección ultrarreaccionaria de la Iglesia Católica, que fue durante la dictadura parte del Estado fascista (los clérigos eran pagados por el Estado y los obispos nombrados por el dictador), nunca ha aceptado que sus creencias y sanciones no deben transformarse en políticas públicas en un sistema democrático. Hacerlo, como está ocurriendo en España, es de una enorme insensibilidad democrática, además de una gran crueldad e inhumanidad. Negar el derecho a morir sin dolor y con dignidad a las personas como consecuencia de un mandato de su Dios, es delegar la gobernanza de un país a un poder terrenal no democrático que utiliza un poder supuestamente divino (que nadie ha elegido) para controlar a la población. Han sido un error grave el excesivo respeto y docilidad mostrados por las izquierdas a las imposiciones de un poder fáctico que ha dañado tanto y continúa dañando a la población, y todo ello en nombre de su Dios.

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