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El derecho a jugar de un niño es más sagrado que el derecho a rezar de cualquiera

¿Tiene el derecho al culto de una religión particular algún tipo de límite? ¿O más bien es absoluto y, por tanto, prioritario para la persona que desee profesarlo? Hay tanto miedo aún en nuestra sociedad a incomodar a las Iglesias y a sus fieles, que aún nos resulta hasta sorprendente la posibilidad de plantear la pregunta sobre los límites del derecho al culto. Pero la realidad es que, como cualquier otro derecho, no es absoluto, tiene límites. Estos límites se ponen de manifiesto cuando entran en conflicto con otros derechos, en especial los derechos de los niños. Y es que el derecho a la libertad de conciencia de los niños implica en muchos casos limitar severamente el derecho al culto de los adultos, por más que incomode al enquistado clericalismo mental, ideológico y político-social por el que la religión en nuestro país sigue invadiéndolo todo ilegítimamente.

El conflicto aflora en situaciones como la que me ocurrió hace unos días, durante una apacible mañana de domingo en la que jugaba con mi hijo de casi dos años de edad en un parque público de la localidad cacereña de Plasencia. En medio de ese parque, rodeado de jardines y zonas de juego para solaz de los más pequeños, hace tiempo se les ocurrió a las autoridades locales (en aquellos tiempos del PSOE) erigir un monumento a la virgen del Puerto, patrona de la ciudad. Se trata de una talla en bronce rodeada por una cadena que se ubica en el centro justo del paseo central del parque. Pues bien, a mi hijo de repente le entraron ganas de jugar con las cadenas que rodean la sacra efigie, invitándome a mí a seguirle. Y allí estábamos los dos, disfrutando de la mañana y descubriendo el mundo. Hasta que de repente un hombre de unos 70 años se acercó y sin miramientos nos invitó a dejar libre ese espacio, “porque él tenía que rezarle a su patrona”. Por un momento vacilé mientras veía a mi hijo tan alegre reclamándome para jugar al pilla-pilla alrededor de la efigie. Luego volví a mirar al hombre, que empezaba a impacientarse y elevaba un poco el tono de sus críticas, tildándonos de irrespetuosos e invitándonos a abandonar ese lugar, exclusivo –según él- para el ejercicio del derecho al culto. (Por supuesto, estoy suavizando y transcribiendo en lenguaje más o menos culto lo que se intuía de lo que salía por la boca de aquel hombre).

No me fui, ni hice nada para que mi hijo dejara de jugar allí. Simplemente me dirigí a aquel hombre diciéndole con la educación que aún me permitía mi enfado que yo no pensaba irme de allí con mi hijo, y que él no tenía derecho a impedir que mi hijo jugara en aquel parque público, aunque en ese caso lo “público” (en cuanto erigido con el dinero de toda la ciudadanía, no solo de los creyentes) fuera la estatua de la virgen católica sobre un pedestal rodeado por cadenas. Después de haber reflexionado sobre el asunto, creo que no me equivoqué.

En efecto, el derecho al culto es un derecho que se deriva necesariamente del derecho a la libertad de conciencia de las personas. Pero ese derecho no se extiende más allá de los límites que le son propios, que están en el ámbito privado. Es absolutamente ilegítimo priorizar el derecho al culto de una religión particular sobre un derecho universal de los niños: el derecho a jugar (así lo reconoce, además del sentido común, el artículo 31 de la Convención de los derechos del niño). O digámoslo si se prefiere en términos psicopedagógicos: el derecho a desarrollar sus capacidades psicomotrices en relación constante con su entorno. Jugar y divertirse en un espacio público, el parque, con todo lo que hay en él (para poner límites sobre la educación cívica ya estamos los padres, que vigilamos que no molesten a nadie, que compartan con los demás niños, que no rompan cosas, etc.). Lo que es un absoluto sinsentido es convertir un parque público en un lugar de culto, por el mero hecho de erigir, con dinero público, una efigie de una religión concreta –no entraré aquí a valorar este nuevo ejemplo de corrupción económica e ideológica consistente en utilizar el dinero público para lo que es solo de algunos-, y pretender que a partir de ese momento pasa a convertirse en cortijo de unos cuantos creyentes de esa religión, que tienen prioridad sobre todos los demás ciudadanos, incluidos los niños.

El laicismo debe preocuparse por proteger el derecho a la libertad de conciencia de los más pequeños, lo que significa, entre otras cosas, no condicionar la conciencia de los niños haciéndoles asumir un supuesto carácter absoluto, preferente e ilimitado del derecho al culto de los adultos. Por eso me negué a inculcar a mi hijo un ejemplo que no debe seguir: el de un padre que claudica ante las exigencias clericales de un señor que pretende que tiene más derecho a rezar que mi hijo a jugar. Por supuesto que no llevaré a mi hijo a jugar al pilla-pilla a la iglesia, pero no es de recibo que alguien pretenda apropiarse de lo público para extender ilegítimamente su derecho al culto más allá de los límites que le son asignados. Si somos consecuentes, podríamos ir más allá y decir que mientras la Iglesia no se autofinancie definitivamente, pague todos los impuestos de los que actualmente está exenta (entre ellos el IBI), y siga nutriéndose del erario público que pagamos toda la ciudadanía, es incluso una concesión ilegítima considerar los lugares de culto católico en España como un lugar privado “sagrado”. Pero no ahondaré de momento en las consecuencias prácticas del laicismo en ese sentido. Aún nos queda mucho camino por recorrer. Así que me contentaré por ahora con mandar a quien quiera rezar a su Iglesia, e impedir que a mi hijo nadie le restrinja su derecho a jugar en nombre de ningún clericalismo religioso, por muy enquistado que esté en esta sociedad retrógrada y paleta que considera más importante agradar a un santo que cuidar de sus futuras generaciones.

parque-coronacion-plasencia-2016“Parque de la Coronación Plasencia”

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