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El déficit democrático de una mala objeción

FORMA parte de los consensos políticos de la democracia y de los 'lugares comunes' de la educación la idea de que el ciudadano no nace, sino que se hace. La misma filosofía cuenta entre sus escritos 'fundacionales' con una obra señera dedicada al desarrollo y justificación de esa convicción compartida: 'La República' de Platón.
 
 Tal convicción, a medida que las sociedades se han ido haciendo más complejas, dejando atrás la fuerza de cohesión de los vínculos primarios del parentesco o el efecto unificador de mitos comunes legados por la tradición, se ha ido haciendo más explícita. La necesidad de incluir la formación cívica en la práctica educativa, como parte destacada del aprendizaje de la convivencia y como dimensión inexcusable de la maduración de la conciencia moral, se ha ido haciendo cada vez más evidente. Así se ha entendido especialmente en las sociedades democráticas, haciendo suyo además las pretensiones emancipadoras del pensamiento ilustrado, con la conciencia de la necesidad insoslayable de consolidar actitudes solidarias, de impulsar el afán de libertad, de atender a las exigencias de igualdad, de madurar los criterios de justicia y de sensibilizar para la insustituible compasión ante el sufrimiento ajeno. Las sociedades dispuestas a vivir en democracia en un Estado de derecho necesitan el apoyo explícito de la ciudadanía a sus instituciones y el respeto a la ley que entre todos nos damos, sin lo cual no hay manera de salvaguardar la convivencia en condiciones de dignidad que todos y cada uno nos merecemos.

En España hemos sido conscientes de todo ello en el recorrido de nuestra aún joven democracia, sabiendo además que el peso de las décadas de dictadura suponía un déficit colectivo de conciencia democrática e incluso de 'carácter social democrático' en nuestra realidad política, el cual era imperioso contrarrestar cuanto antes y de la mejor manera. La acción educativa, por vías formales e informales, había de tener en cuenta como prioritaria la tarea de cubrir ese déficit. Se ha intentado de diversas maneras poniendo el acento en la educación para la convivencia, en la educación en valores, en la transversalidad de la acción pedagógica encaminada a ese objetivo de formación cívica, etc. Pero hemos constatado que no ha sido suficiente y que es necesario afinar más. Es lo que se ha intentado con la 'Educación para la ciudadanía' contemplada en la LOE.

La manera como se afronta desde la legislación ya vigente la educación para la ciudadanía no está exenta de problemas, y de ello todos debemos ser conscientes. No es el menor ése que ya se plantearon los griegos acerca de si se puede, y cómo, enseñar la virtud -la virtud cívica que entraña la ciudadanía, en este caso-. Pero lo que es de todo punto distorsionante del necesario debate ciudadano y pedagógico que esto reclama es la llamada, tan insistente como infundada, de determinados sectores de la Iglesia católica, con muy conocidos obispos integristas a la cabeza, a realizar una oposición frontal a la implantación de la asignatura 'Educación para la ciudadanía' en los términos previstos por la ley recientemente aprobada. Tal oposición la plantean por 'todos los medios legítimos' posibles e incluyen entre ellos la objeción de conciencia, la cual, en caso tan singular, se invoca para que sea ejercida por los padres de manera que se opongan a que sus hijos cursen en la escuela esa asignatura, definida como obligatoria.

Que tal oposición a la educación para la ciudadanía como materia académica venga de donde viene no extraña, como tampoco el que se plantee en estrecha relación con la estrategia de erosión del gobierno socialista llevada a cabo por la oposición del PP. Neoconservadores eclesiásticos y políticos se alían a las claras, por más que los segundos mantengan ciertas distancias respecto a la llamada a la objeción de conciencia que de manera tan enfática se hace desde la derecha eclesiástica. Ocurre, sin embargo, que ese mismo distanciamiento lleva a considerar que algo está mal planteado al recurrir a la objeción de conciencia en un caso como el que nos ocupa. De hecho, en el seno mismo de la Iglesia, no ya cristianos de izquierda, sino la misma Federación de Religiosos de la Enseñanza y la patronal en la que se agrupan buena parte de los colegios cuya titularidad ostentan, también ha manifestado fuertes reticencias a una objeción que, de suyo, está mal planteada. Sin embargo, no extraña que desde la derecha eclesiástica se recurra a ella, acostumbrados como estamos al oportunismo con que actúa y a los modos poco evangélicos como defiende sus intereses.

Los obispos integristas y quienes les secundan llaman a una objeción de conciencia que deriva hacia una desobediencia civil respecto a la LOE. Mas lo hacen de tal manera que se salen de la legitimidad que ellos mismos invocan. En este caso, hay otros métodos políticos y jurídicos para acometer la revisión de una norma con la que se está en desacuerdo. La urgencia que se aduce no está justificada, pues no hay argumentos suficientes para sostener que los contenidos de la asignatura que recusan son atentatorios contra la dignidad humana o van contra las condiciones requeridas para una recta formación de la conciencia moral. Tales argumentos ni siquiera han convencido al resto de la Conferencia Episcopal, por no hablar del conjunto de la comunidad eclesial. Falta a todas luces proporción entre lo que se rechaza y los medios con que se hace, a lo cual hay que añadir algunos otros elementos que suponen una distorsión de la objeción de conciencia tal como es reconocida en cuanto derecho constitucional. No hay que olvidar que la objeción de conciencia, y máxime si conlleva desobediencia civil, se hace desde el acatamiento del sistema jurídico que se reconoce como legítimo, planteando justamente que se corrija en algún punto el derecho que deriva de los fundamentos de ese sistema por haber contradicción grave entre las normas establecidas y los principios a los que se remiten. Eso supone que quien hace la objeción, al no cuestionar el sistema en su totalidad, acepta la sanción o pena que le venga por incumplimiento de la ley vigente, hasta lograr que ésta cambie. Ello implica además que la objeción de conciencia o la práctica de la desobediencia civil no pueden hacerse recaer sobre otros distintos de aquéllos que toman la decisión, que es lo que en este caso sucede al hacerse recaer sobre los hijos las consecuencias de una decisión no suficientemente justificada de los padres. Todo ello da que pensar acerca de los excesos que se están acumulando en la dinámica perversa que algunos alimentan, invocando motivos aparentemente nobles que se ven desmentidos por los hechos. La manipulación de las conciencias, de la que acusan, sin razones que se puedan compartir, al legislador y a la mayoría que ha dado su aprobación a la ley, es en lo que vienen a incurrir quienes se atreven a decir incluso que el emitir juicios de valor (desde un punto de vista moral) sobre la realidad no compete a otras instancias distintas de la religión misma. Tras declaraciones de ese tenor es más que evidente quién intenta manipular y conservar ilegítimamente el monopolio sobre la definición de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Hay razones para dudar de que actúa con buena fe quien salta por encima de principios fundamentales para la convivencia democrática. La objeción a una asignatura más bien parece objeción a una ciudadanía democrática aún no asumida con todas sus consecuencias.

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