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El cura y el político

La polarización de la vida pública halla vías inesperadas para alimentarse.

No bien había concluido la gran oleada de la derecha católica en contra de la despenalización del aborto, asunto que ya está en manos de la Suprema Corte de Justicia, cuando el cardenal Norberto Rivera Carrera, a la cabeza de la Arquidiócesis Primada de México, vuelve a ponerse en el ojo del huracán.

El tema actual no es nuevo: la insuficiencia de la reforma de 1992 para albergar el más amplio contenido de la libertad religiosa. La jerarquía pretende no cejar en su empeño de reinterpretar el laicismo, es decir, en modificar en aspectos esenciales la forma y el carácter del Estado mexicano: "Cuando la Iglesia exige la libertad religiosa, no solicita una dádiva, un privilegio, una licencia que depende de situaciones contingentes, de estrategias políticas o de la voluntad de las autoridades, sino está pidiendo el reconocimiento efectivo de un derecho inalienable'', dijo el cardenal.

Sus declaraciones, así como la propuesta divulgada, intentan incidir en la discusión sobre la reforma del Estado que ya está en curso, recordándole a Felipe Calderón y a los panistas que entre ellos existe algo más que un pacto tácito y que el tiempo pasa sin que se vean por ninguna parte los resultados prometidos. "Con la reforma de 1992 accedimos a la libertad de cultos y al reconocimiento de las asociaciones religiosas, pero aún falta una legislación que se adecue a la Carta Magna, que brinda a todos los ciudadanos garantías que son inherentes a sus derechos humanos, entre ellas las de expresión y reunión", señaló Rivera.

La pretensión de convertir a los ministros del culto en ciudadanos elegibles para todos los cargos de elección popular, aunada al derecho de "hacer política" incluso desde el púlpito, no es nueva (y en los hechos, menos), pero la formulación actual sí, pues abandona la idea de que, antes de "tomar partido" o aceptar puestos públicos, los sacerdotes debían renunciar a su estado eclesial, como en el pasado se les obligó a varios curas cercanos a la teología de la liberación. La novedad, si es posible hablar así, radica en el argumento democrático asumido para justificarla, así éste haga a un lado toda consideración social o histórica para subrayar como fuente de legitimidad la perspectiva del derecho natural.

En nombre de la libertad religiosa, la Iglesia católica cuestiona las razones que en México llevaron a entender la separación entre el cura y el político como condición necesaria para el despliegue de las demás libertades, incluida, por cierto, la libertad de creencias que la Constitución protege. Es difícil conciliar la noción de ciudadanía plena para los sacerdotes, a la vez que el Papa en el Vaticano insiste en la primacía universal del catolicismo por encima de cualquier otra consideración ecuménica. La prédica de que hay "una sola Iglesia" pone en entredicho la convivencia en democracia con otras denominaciones cristianas e introduce un elemento perturbador en la definición del Estado laico, al que, finalmente, se le pedirá que reconozca a la "verdadera religión".

Resulta sorprendente que los reformadores eclesiásticos quieran convencer a la opinión pública de que la enseñanza religiosa en escuelas públicas es un "derecho humano", la expresión más acabada de la libertad de creencias que la Constitución, afortunadamente, reserva al ámbito de la vida privada. La insistencia histórica en dicha reivindicación se explica no como amor a la enseñanza, cuyas puertas particulares están abiertas, sino como la vía privilegiada para la formación moral de los ciudadanos, de todos y no sólo de aquellos que vienen de familias cercanas a los valores de determinadas iglesias. Esta disposición a imponer en el aula la Verdad (así, con mayúscula), cualquiera que sea su origen, es incompatible con el laicismo y el Estado democrático y está en la base de todo fundamentalismo. Por eso, el ansia de restauración presentada como novedad democrática no deja de ser una provocación inaceptable.

La voluntad de universalizar la fe propia bajo la enseñanza religiosa en la escuela pública forma parte de la tensión permanente entre Estado laico e instituciones religiosas. A propósito relato una breve anécdota personal.

Estando en Nicaragua me entrevisté con uno de los sacerdotes más comprometidos con el proceso revolucionario encabezado por el Frente Sandinista. Era la hora del triunfo y la reconstrucción de un país asolado por la dictadura y la guerra. La población, carente de todo, tenía grandes esperanzas en los jóvenes insurgentes, pero no había hospitales, escuelas, ni siquiera instituciones estatales serias para atender las crecientes demandas. El cura citado tenía bajo su responsabilidad la tarea de poner en pie un sector del viejo sistema educativo privado que había sido abandonado por los anteriores "dueños". Me parecía un esfuerzo ingente y loable: la Iglesia volcada en la tarea de educar como parte del cambio ocurrido. Sin embargo, al inquirirle si una vez creadas las escuelas y formados los maestros necesarios, la educación pública dejaría de ser un asunto privado, particular, me cortó en seco y sin dejarme terminar dijo: "Esto no es México. La participación de la Iglesia en la enseñanza parte de la visión estratégica del Estado sandinista que deseamos construir. Así que aquí no pasará eso". Y tenía razón, no pasó. En México, en cambio, la educación pública se hizo combatiendo el dogmatismo religioso, la pretensión confesional de moldear a su imagen y semejanza la conciencia moral de los ciudadanos.

La separación del Estado y la Iglesia adoptó formas ideológicas y mecanismos legales adecuados a la magnitud de la confrontación conservadora y antimoderna de la jerarquía eclesiástica . Eso es lo que quiere echar abajo el señor cardenal. Pero el cálculo de los autores del "paquete de reformas" no es absurdo. En teoría, la presencia de un gobierno panista debería asegurarles un camino menos accidentado para avanzar en sus planes, conforme a la conclusión extraída por ellos luego de diversos encuentros con el actual mandatario, quien ya habría reconocido "un área de oportunidad para realizar alguna reforma que se adapte al momento actual de México, en materia de libertad religiosa".

Si a esto le sumamos la diaria constatación de la crisis moral y política por la que atraviesa la organización magisterial, cuya declinación parece proporcional al peso adquirido por la maestra como aliada del gobierno, así como la concurrencia en la difusión de ciertos valores confesionales con los grandes medios, la precipitación del clero ya no resulta una simple ocurrencia arbitraria y más vale tomarla en serio.

P.D. El terrorismo, venga de donde venga, anuncia el peor de los mundos posibles. Ojalá y nadie desestime los riesgos. Esto no es un juego. La ciudadanía merece una explicación a fondo sobre lo ocurrido, no respuestas improvisadas para calmar las aguas. Hay demasiados "duros" dispuestos a iniciar su propia guerra, así sea erosionando las garantías individuales, la soberanía nacional y la convivencia democrática. La violencia degrada, desmoraliza, crea temor. Ese es su objetivo. Hay que salirle al paso.

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