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El crucifijo en las aulas: ¿por qué no?

La reciente sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo contra el Estado italiano, ha reanimado la polémica en España sobre la presencia de símbolos religiosos en las aulas. Aunque cada sentencia es diferente pues se basa en la particularidad del caso presentado, es evidente que la entidad del tribunal que la emite puede tener consecuencias en el debate que sobre este tema se desarrolla en nuestro país. 

En primer lugar conviene destacar que, tanto quienes critican la sentencia como quienes estamos a favor, tenemos muchas ideas comunes pues todos aceptamos grandes principios generales tales como “la separación Iglesia(s)-Estado”, la “educación de los hijos de acuerdo con las convicciones de los padres”, o la “no discriminación en razón de creencias o convicciones”. El debate está en la frontera, en si los principios generales que todos compartimos implican o no que los símbolos de una religión particular deban presidir las aulas del sistema público de enseñanza, u otras dependencias del Estado. En resumen “El diablo está en los detalles”. 

La presencia de crucifijos en las aulas españolas, al igual que en Italia, se debe a meramente a la inercia heredada, pero no a ninguna decisión de carácter pedagógico. Ninguna ley o decreto en España regulan su presencia o establecen qué órgano se encarga de su compra o mantenimiento: simplemente están ahí, por que ahí nos los encontramos cuando el Estado paso de ser nacional-católico a laico o aconfesional. En aras a una transición pacífica, nadie se ha ocupado en muchos años de ver los “detalles” que semejante cambio implicaba. Si la religión católica ya no es la religión oficial, ¿qué sentido tiene que los símbolos de esta religión sigan presidiendo actividades civiles que se financian con el dinero de todos los españoles, sean o no católicos? 

De hecho los crucifijos están desapareciendo de las aulas: habitualmente nadie se encarga de reponer un crucifijo si este se descuelga y se rompe; nadie compra crucifijos para las aulas en los colegios de nueva planta; incluso nadie vuelve a colgarlos cuando se repintan las paredes del centro. Nadie lo hace por que el crucifijo no forma parte de un proyecto educativo plural y respetuoso con la diversidad, y por ello en la escuela pública actual es un símbolo anacrónico, un símbolo de una escuela que fué pero que ya no es. 

Quienes defienden su permanencia en las aulas argumentan que el crucifijo transmite valores que van más allá de lo religioso. Eso es cierto, pero de hecho algunos de esos valores son negativos, ya que la historia de la influencia católica en nuestro pais tiene luces y sombras, y quienes son católicos tienden a minimizar las segundas y resaltar las primeras. El símbolo de la cruz es, primordialmente, un símbolo religioso, y negarlo es un ejercicio de desvalorización más propio de personas que no lo aprecian en toda su dimensión, como por ejemplo ha hecho recientemente el director cinematográfico Pedro Almodovar tildandolo de “icono pop”, o que pretenden ocultarla. 

Quienes nos oponemos a que el crucifijo presida cualquier actividad financiada por el Estado lo hacemos desde el respeto a ese símbolo, desde la conciencia de su fuerza como transmisor de una forma particular de ver la vida. La imposición del crucifijo en el aula es por ello una forma de proselitismo religioso mantenida por el Estado. El crucifijo en el aula transmite a los alumnos el mensaje que existen creencias o convicciones que, aunque no sean las suyas, son más “válidas”, más “propias” de la escuela. Pero la separación Iglesia-Estado implica no sólo que éste no ha de coartar la práctica de ninguna religión, sino que no ha favorecer, facilitar o privilegiar la difusión de alguna en particular. 

El argumento a favor de la presencia del crucifijo en las aulas en función de su carácter tradicional o cultural olvida que esa tradición o cultura se ha construido, también en años relativamente recientes, mediante  la imposición, mediante la persecución o silenciando al discrepante, al diferente: es un argumento que, por el contrario, destaca el carácter controvertido del crucifijo como representación de valores comunes compartidos por los ciudadanos españoles. 

En resumen, la retirada de los crucifijos de las aulas, así como de otros espacios públicos tales como ayuntamientos, juzgados, hospitales, no es una persecución contra la Iglesia Católica, ni contra el conjunto de los católicos, ni siquiera contra este símbolo particular y lo que representa para los creyentes, sino que meramente se trata de obligar al Estado a cumplir con la exigencia mínima de neutralidad frente a las creencias o convicciones de los ciudadanos.

(Publicado también en la revista Vida Nueva)

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