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El caso de la monja emparedada en un monasterio del Albayzín-Granada

Fue Enrique Villar Yebra la persona que me enseñó a descubrir y luego amar el Albaicín. En aquella época el pintor iba con bastante frecuencia a mi casa. Primero creí que la causa de tanta visita era nuestra amistad; después me di cuenta que había otra razón mucho más poderosa: yo tenía tres hermanas y las tres estaban en esa edad que los franceses definen con esta poética expresión: “jeunes filles en fleur” (jóvenes chicas en flor). Ver el ir y venir de mis hermanas por la casa y charlar con ellas, aunque sólo fuese un par de frases, era la razón de aquellas visitas. Aún no sé cuál de las tres era la preferida. Acaso las tres a la vez. Lo que sí sé es que su cortejo y ofertas de retratos, en ninguna de ellas produjo el efecto deseado. Lo consideraban demasiado mayor y, cuando se le ocurrió hablar de los efectos beneficiosos del consumo de ajos, empezaron a pensar que estaba medio chiflado. Era verlo aparecer y, como por encanto, desaparecían las tres. Esto fue causa de que, aunque aquellas visitas no fueran para mí, sí era yo el que siempre lo recibía y disfrutaba de sus charlas. En aquella época Villar Yebra estaba preparando un libro sobre el Albaicín –el primer libro sobre el Albaicín, después vendrían otros-, y en cada visita me hacía un avance de la obra. Fue así como supe de la existencia del carmen de las Tres Estrellas y de las poéticas bacanales que Afán de Rivera había organizado en aquel lugar, de la “Casa del Gallo”, de la “Casa de la Lona”, así llamada porque allí se hicieron las lonas de la Armada Invencible, del palacio de Daralhorra, de la monja emparedada…

De todo este mundo albaicinero fue el caso de la monja emparedada el que más hondo me caló. Yo era un joven veinteañero, inocente e inexperto, y, por más argumentos que me aportara mi amigo, me parecía imposible que la maldad humana pudiese llegar a tales extremos. De todos aquellos argumentos el más irrefutable era el de Francisco Henríquez de Jorquera. En su libro “Anales de Granada”, al hablar de los sucesos del año 1615, dice así:

En este año, por el mes de septiembre, hicieron justicia en esta ciudad de Granada de un hombre llamado Gaspar Dávila, torcedor de seda, vecino de dicha ciudad, por aver rompido la serca de la huerta del monasterio de monjas de Santa Isabel la real para sacar a una monja de dicho monasterio o tener que ver con ella, por lo cual fue ahorcado en Plaza Nueva, por sentencia de los señores alcaldes de corte de esta real chancillería y la dicha monja, que por ser de calidad no nombro, fue mandada emparedar en dicho monasterio sin otros rigurosos castigos que le mandó dar su religión.

Poco después de la aparición del libro de Villar Yebra (en él no se decía ni una palabra de la monja emparedada. La verdad es que la censura del régimen no lo hubiera permitido), me marché de Granada. Cuando al cabo de los años volví de nuevo a nuestra ciudad, España era una democracia al menos de fachada-, y Enrique Villar Yebra ya tenía publicados media docena de libros. En uno de ellos, el titulado “Granada insólita”, editado por Albaida, el pintor-escritor nos cuenta el final de aquel macabro episodio de la monja emparedada. Dice así:

Tenía a veces un sueño; una pesadilla que, extrañamente, se repetía de tarde en tarde, siempre igual. Aparecía una escalera y en un descansillo, una prolongación se adentraba en una zona oscura, donde, en la penumbra, alentaba algo vivo y espeluznante. Y un día, hallándome en el palacio de Daral-horra, que fue parte del convento de Santa Isabel la Real, subí una escalera hacia el lado de una torrecilla que se eleva sobre el testero del Norte y me pareció encontrar allí el escenario de mi sueño; tan idéntico era el sitio, excepto que no había aquel soñado rincón oscuro, sino una pared. La toqué y sonó a hueco. Aquello me excitó. Y como estaban restaurando algo, por lo que andaba por allí José Torres, el maestro de obras de la Alhambra, lo llamé, le hice comprobar el sonido a hueco del muro, y le pedí que me picara en él con una herramienta. No quería y tuve que rogarle mucho para que lo hiciera; temía llevarse una bronca del arquitecto Francisco Prieto Moreno. Pero al final lo hizo y se vio que sólo era un tabique que cerraba un reducido cubículo. Y dentro estaban los res-tos de aquella desdichada monja que había condenado a morir em-paredada en el siglo XVII. Sólo un montón de huesos desperdigados por el suelo…[1]

Así termina la historia de la monja emparedada. Ahora, cuando los turistas visitan los restos del palacio de  Daralhorra, a ningún guía se le ocurre añadir que aquel lugar, hoy paraíso de mirlos y gorriones, fue el escenario de un crimen terrible, perpetrado por el arzobispo de Granada con la santa y denodada colaboración de las monjitas del convento de Santa Isabel la Real, y que justo, en septiembre del año pasado, se cumplieron los cuatro siglos de ese horrendo crimen…

[1] Villar Yebra, Enrique: “Granada insólita”.

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