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El calvario del cardenal más poderoso

Es arriesgado imaginar el prestigio futuro de Rouco Varela. Su final está siendo un calvario

Hace siete años, el 14 de diciembre de 2004, el Vaticano emitía un comunicado que parecía elevar a lo más alto del poder eclesiástico mundial (o sea, católico) al cardenal Rouco, entonces como ahora arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE). Juan Pablo II le nombraba miembro de un llamado Consejo de Cardenales para el estudio de los problemas organizativos y económicos de la Santa Sede, y suscitaba la impresión de que quería a su lado, en Roma, al prelado español, en completa comunión con el papa polaco. Rouco estaba a punto de terminar un segundo mandato al frente del episcopado y debía contar con los dos tercios de los votos para un tercer trienio. Solo el cardenal Tarancón había logrado superar esa barrera. Así que no era una temeridad imaginarlo en un alto cargo en la Santa Sede, desde donde pudiera seguir mandando en España, entonces la gran preocupación del pontificado romano.

No sucedió y, como temían sus fieles, Rouco fue apeado meses después de la presidencia de la CEE por “un tal Blázquez” (así lo habían recibido como obispo de Bilbao: Juan Pablo II castigó su victoria congelándole en ese rango). Vinieron entonces tiempos de grandes tribulaciones. Frente a un líder débil al frente de la CEE, Rouco campó a sus anchas por la política nacional, empeñado en campañas para torcer el brazo del Gobierno de turno, en un proyecto restauracionista que, de nuevo en la presidencia episcopal en un tercer mandato que acaba ahora, no ha cosechado más que enemigos, deserciones o resentimientos. El último incidente es la ruptura con los obispos catalanes, severamente irritados con la corte mediática del cardenal presidente.

Ni siquiera Tarancón ha mandado tanto como Rouco. Sus admiradores, que son legión, se remontan al cardenal Cisneros para encontrarle un par, o, como poco, al cardenal Ciriaco Sancha, que fue primado de Toledo, patriarca de las Indias, senador durante la Restauración y ya es hoy beato (desde 2009). En su tumba en la catedral de Toledo, de bronce, recibe flores a diario y figura este epitafio: “Vivió pobre y pobrísimamente murió”.

Es arriesgado imaginar el prestigio futuro de Rouco. Su final de etapa está siendo un calvario poco beatífico. Se afanó en influir en el Gobierno de España, pero se va aislado por Roma, ninguneado por el Ejecutivo del PP y con el compromiso del PSOE de denunciar el Concordato de 1979 con la Santa Sede, harta la izquierda, incluso la católica, de los egoísmos políticos o económicos de la CEE. Después de 20 años en el arzobispado y tres trienios al frente del episcopado, él mismo reconoce que España es hoy un “país de misión”, acosado por múltiples enemigos, algunos exteriores pero muchos dentro de su fortaleza. No es pequeña su responsabilidad: si los pastores han fracasado, ha sido él quien seleccionó a la mayoría, como miembro de la pontificia Congregación encargada de proponérselos al Papa. Son legión los que le deben el cargo, incluido su sobrino Alfonso Carrasco Rouco, ahora prelado de Lugo.

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